En tiempos de uso generalizado de anglicismos (mucho mejor aceptados que algunos usos inclusivos del lenguaje en español), uno capaz de causar asombro, ira, decepción, envidia y quién-sabe-cuántas emociones más es fake (que se pronuncia “feic”). Seguramente es mejor decir “falso o falsa” o “falsificación”, pero el uso de la palabra en inglés le da una connotación distinta: más contemporánea, pero también más rica en matices, dependiendo del contexto.
Gracias a la globalización de la moda, por ejemplo, muchas personas quisieran llevar la ropa o los accesorios creados por genias y genios del diseño, pero la calidad de los materiales, la fineza de la confección y, por supuesto, la etiqueta con la marca suelen convertir estos objetos en lujos muy difíciles de costear; lo mismo pasa con muchas joyas, incluyendo relojes de helvética manufactura. En auxilio de quienes quieren, pero no pueden sale una boyante industria subterránea que produce toda clase de imitaciones, copias y falsificaciones de lo que cualquier persona moderna y bien educada (con todo lo que eso significa) podría desear.
Si los objetos de la moda pueden falsearse a gusto, también los documentos, de toda naturaleza. Desde declaraciones de aduana fake, precisamente para importar bienes fake, hasta títulos de propiedad o de identidad; todos ellos, delitos bien reales. Otra forma de falsear la identidad ajena es crear perfiles fake, copias de la cuenta de una persona en cualquiera de las redes sociales para hacerse pasar por ella. En los últimos meses parece haberse puesto de moda, pues mucha gente se ha visto obligada a aclarar que le clonaron la identidad. También eran fake las identidades de quienes hacían ofertas inverosímiles a través de WhatsApp desde números de teléfono de la India y sus alrededores. No pocas personas cayeron en la trampa.
Al menos desde la década de 1990, en los inicios de la World Wide Web, y seguro que muchísimo más ahora, existen sitios web fake, y aplicaciones fake, creadas para robar la información personal, incluyendo números de cuenta bancaria y claves de acceso. Hay otras aplicaciones en las que lo fake es su propósito: dicen que unen a las personas, pero solo si están físicamente separadas y tienen muchas afinidades, así como esconden que de las personas quieren conocer sus datos, sus gustos y fobias y que, sobre todo, quieren su atención.
Entre las aplicaciones contemporáneas de los recursos para captar y retener la atención de la gente, una de las más fascinantes, por peligrosa, es la que crea deep fakes: videos creados enteramente por inteligencia artificial que reproducen con gran detalle y exactitud las facciones y el modo de moverse y hablar de cualquier persona. Es irónico, pero estos fakes funcionan mejor cuando se ha atrapado la atención de la persona y esta no se da cuenta de los detalles porque está muy distraida.
Sin llegar tan lejos como la duplicación digital de las personas, el uso más extendido de fake está en asociación con las noticias, mejor dicho: con las news. El creciente desprecio por la función periodística, fruto, tal vez, de la depauperación de los medios tradicionales, sumado al éxito de influencers, que viven de carisma mezclado con retórica elemental, hace que cualquier cosa que se publica en el espacio público sea a la vez imposible de creer y perfectamente plausible. Es el ecosistema ideal para las fake news, que casi siempre tienen un porcentaje de verdad, lo cual, sin embargo, no les quita lo fake.
Que a nadie sorprenda saber que no solo cuando la cosa está grave la principal fuente de fake news es el poder o el gobierno de la cosa pública, que a veces hasta son la misma cosa. Falsedades salen de las bocas, de los gestos y de los tweets (o equis, si se prefiere) de quienes por tener algo de poder, o mucho, creen que basta con afirmar algo para que se convierta en verdad. Y solo por su insistencia, su convicción al afirmar, encuentran quién les crea y repita como mantra aquello que en el fondo, o en la superficie (porque la necesidad tiene cara de hereje), sabe que es falso, o sea: fake.
(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social