Muy antiguamente, se decía que una persona era idiota cuando no participaba en la vida pública o en los asuntos políticos de la polis; en ese sentido, un idiōtēs (que viene de la palabra griega ἰδιώτης) era alguien que se centraba únicamente en sus intereses privados y no contribuía al bien común ni participaba en el debate público. Es evidente que ese tipo de gente existió y existe, sin importar su estatus educativo, económico o de clase.
Es probable que el desprecio que esta gente provoca entre sus pares que sí participan en el debate público sea la razón por la cual el vocablo idiota se fue llenando de connotaciones negativas a lo largo de la historia, hasta convertirse en lo que es hoy: sinónimo de estupidez o falta de inteligencia, un insulto duro como piedra que se arroja con furia contra quien actúa de manera displicente o abiertamente negligente.
Se dice que los griegos (nótese que en este caso el género de la palabra importa, pues entonces ni las mujeres ni los esclavos participaban de la cosa pública) valoraban altamente la participación activa en la política y consideraban la vida pública como una parte esencial de la ciudadanía y la virtud, mientras que la falta de participación se veía como una forma de ignorancia o desinterés por el bienestar de la comunidad: una idiotez. En la década de 1960, Jürgen Habermas, sin nombrarlos, deploró el daño que le hacen los idiotas a la comunicación pública al convertirla en mero instrumento de propaganda.
En la literatura universal (y tiene que ser una idiotez creer que la humanidad y sus obras están en el centro no de su país o su planeta, sino del universo) hay idiotas famosos, y muy a menudo se les considera tales por razones diferentes a las señaladas hasta aquí. El príncipe Myshkin, de Fiódor Dostoyevski, es llamado idiota no por su falta de inteligencia, sino por su pureza, bondad y honestidad, que contrastan con la corrupción y el cinismo de la sociedad decimonónica que lo rodea.
También es considerado idiota, por no conformar con la sociedad, el personaje del cuento de Marcel Ayme, quien emplea el término para cuestionar las normas sociales y destacar la inocencia y la autenticidad de su personaje, Léonard. Miguel de Unamuno escribió La historia de los idiotas contada por ellos mismos, empleando la palabra de manera crítica y filosófica, y explorando la paradoja de la idiotez y la sabiduría. Sin ser nombrado de esa manera, Mersault, el personaje de Albert Camus en El extranjero queda como un idiota al ser condenado por no haber llorado la muerte de su madre y no por haber asesinado a un hombre a sangre fría; idiotas sus juzgadores, también.
Entre los idiotas contemporáneos puede identificarse al que pese a tener acceso a la información y la educación, elige mantenerse desinformado por comodidad o apatía; la realidad le resulta sobrecogedora y teme hacerle frente: es el idiota voluntario, que siempre resulta funcional a los intereses de quienes administran el poder o cuando menos intentan tomarlo. Eso explica la existencia de idiotas engreídos, quienes, a pesar de su falta de conocimiento o competencia, actúan con gran confianza y arrogancia, desestimando el consejo y la experiencia de los demás o, a menudo, hasta la simple razón; en la clase política abundan, y hasta toman decisiones.
Hay idiotas conformistas, como quienes siguen a la mayoría sin cuestionar, adoptando opiniones y comportamientos por simple presión social. Desinteresados, como quienes muestran una total falta de interés por aprender o entender asuntos importantes que les afectan directamente. Y están sobre todo los idiotas desinformados, que basan sus opiniones y decisiones en información errónea o sesgada, sin buscar verificar la veracidad de sus fuentes; las redes sociales no solo los han convertido en legión, sino que, como lamentaba Umberto Eco, les han dado voz y les han hecho creer que tienen algo relevante que decir.
Así, en tiempos de idiotez universal, probablemente también sea idiota, en el sentido literario de la palabra, creer que es posible recuperar valores democráticos como la confianza, la tolerancia y la predisposición al diálogo. Solo queda preguntarse ¡¿Y ahora, quién podrá defendernos?! Esperando al Chapulín Colorado, que era torpe, pero nunca idiota.
(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación