La decisión radical que tomó el lunes la Corte Suprema de otorgarle al presidente una amplia inmunidad frente a procesos penales será entendida, con razón, como un enorme aumento del poder y una enorme reducción de la responsabilidad del presidente. Pero también debe entenderse como una decisión sobre el propio poder y la rendición de cuentas de la Corte. Al dejar de lado el texto, la estructura y la historia de la Constitución en favor de vagas preocupaciones sobre la necesidad de “salvaguardar la independencia y el funcionamiento eficaz del poder ejecutivo” y “permitir al presidente llevar a cabo sus deberes constitucionales sin cautelas indebidas”, la Corte revela que dictará sentencia —y nos dictará sentencia a todos— basándose en su propia visión libre y distorsionada de un orden constitucional óptimo.
Cada vez resulta más evidente que este tribunal se considera algo más que un participante de nuestro sistema democrático. Se considera el garante de la separación de poderes, pero no un sujeto de esa separación.
En lo inmediato, la decisión continúa protegiendo a Donald Trump de una rendición de cuentas significativa por sus acciones antes y durante el 6 de enero de 2021. El tribunal ya le había dado a Trump una victoria decisiva en la forma de su demora de meses en decidir este caso: su juicio penal federal por interferencia electoral, originalmente programado para comenzar el 4 de marzo, parece cada vez menos probable que se lleve a cabo.
Pero la opinión en sí misma le otorga a Trump una victoria más duradera, y a la democracia una pérdida aún más duradera: desecha el principio largamente establecido de que los presidentes, como todos los demás, están sujetos al funcionamiento de la ley, y anuncia que todos los actos oficiales realizados por un presidente tienen derecho a inmunidad absoluta o presunta frente al procesamiento penal.
La equivocada decisión del tribunal en este caso no podía llegar en un momento más peligroso. Ha eliminado un importante control sobre el cargo de presidente en el mismo momento en que Trump se postula para el cargo con la promesa de utilizar el aparato gubernamental como arma contra aquellos que considera sus enemigos.
El razonamiento del tribunal en este caso también coincide con lo que el presidente de la Corte Suprema, John Roberts, dijo al Senado cuando la dirección del Comité Judicial le escribió en mayo después de las revelaciones de que se habían ondeado banderas vinculadas con la campaña “Stop the Steal” en las casas del juez Samuel Alito. Entre otras cosas, la carta solicitaba una reunión para discutir la ética de la Corte Suprema; la brusca negativa del presidente de la Corte Suprema invocó amplias “preocupaciones sobre la separación de poderes” que, según él, “desaconsejaban tales apariciones”.
Ahora está claro que el tribunal Roberts cree que la separación de poderes significa que tanto los presidentes como los tribunales están fuera del alcance de la ley.
La combinación de esta nueva inmunidad presidencial inventada judicialmente y el poder de indulto de larga data significa que una futura Casa Blanca de Trump podría convertirse en el sitio de una empresa criminal que haría que la unidad de plomeros de Richard Nixon pareciera un juego de niños.
(*) Kate Shaw es columnista de The New York Times