Samarcanda, una de las ciudades más antiguas del planeta, fue uno de los primeros centros de la civilización humana, similar a Atenas, Roma, Alejandría, Babilonia o Menfis; y heredó a la humanidad y al mundo de la arquitectura la riqueza formal de los espacios que la rodean.
Resultó inmortalizada por sus calles doradas, que la convirtieron en una especie de fantasía de ciertos compositores de música clásica, como Händel. Se hallaba rodeada de huertos y se encontraba ubicada junto al denominado “río de oro”, Zetafshan. Precisamente, el semejar a un paraíso la llevó a ser considerada la ciudad dorada.
En el año 329 a.C. fue una región que no tuvo contacto con otras. Esto debido a que su asiento en los desiertos de Asia Central la convirtió en una de las ciudades más alejadas de los océanos, lo que limitó una relación directa con el mundo habitado.
Sin embargo, su desarrollo con los primeros habitantes, los sogdianos, logró que la consideraran en el 329 a.C. como la ciudad más singular y rica de la región, situada en un territorio rodeado de campos de algodón y trigo.
Fue en el 712 d.C. que Samarcanda, después de ser conquistada por los árabes, se convirtió en el centro de elaboración del papel, un arte aprendido de los prisioneros de guerra chinos. Empero, también fueron tiempos en los que vivió todo tipo de saqueos, como el del guerrero Gengis Kan (1220), que después de haber arrasado con civilizaciones enteras, fomentó el arte y la ciencia para la gloria de esa singular ciudad.
Samarcanda, construida con el valor de un complejo cultural religioso, estaba al medio de grandes espacios abiertos, los cuales colaboraron en relevar y cualificar su valor estético-formal.
Sin embargo, no faltaron los malos tiempos para esta urbe, ya que en 1366 fue tomada por la caballería de Tamerlán, el Cojo, un oscuro líder militar turco-mongol que conquistó durante más de 30 años todos los estados y ciudades de Damasco, Delhi y otras regiones, con el fin de saquearlas. Fue considerado el cacique más temido de la historia de las ciudades de esos tiempos, ya que en su haber sumaba, además, miles de muertos.
A pesar de todo ello, escritos afirman que después de cada uno de sus actos destructivos, Tamerlán siempre retornaba a Samarcanda llevando a algunos artesanos y trabajadores capturados en las tierras conquistadas, quienes —por su experiencia en la construcción y los acabados de grandes edificaciones de distintas culturas— se dedicaban a embellecer la ciudad y trabajar en sus monumentos. Así, resulta lógico que esta práctica logró convertir a Samarcanda en una ciudad única.
Bajo esas singulares anécdotas inscritas en su historia, ese gran espacio arquitectónico —considerado desde ese entonces como el bello monumento dedicado a Dios— muestra todo su esplendor en Registán, una plaza pública histórica.
El epicentro de la antigua Samarcanda se convirtió en el lugar más respetado por su arquitectura y sus jardines. Un complejo espacio-formal que mantiene hasta hoy el dorado en sus fachadas y que resalta los distintos tratamientos de sus muros, cúpulas y demás.
No cabe duda de que esta ciudad representa una de las urbes con mayor logro arquitectónico en el mundo islámico, debido a que aún conserva una estética singular que es aprovechada para atraer al turismo, esencialmente por el valor fascinante de sus museos.
Hoy, Samarcanda, un monumento de valor universal, es el atractivo mas importante del turismo en el sureste de Usbekistán, en Asia Central.
(*) Patricia Vargas es arquitecta