Cuando los talibanes recuperaron el control de Afganistán en 2021, una de sus primeras medidas fue prohibir que mujeres y niñas participaran en deportes en público. No fue una sorpresa para mí, una de las dos primeras atletas olímpicas de Afganistán.
Como practicante de judo, a mí también se me ha prohibido competir en mi país. Mi vida ha sido amenazada por extremistas religiosos y por quienes creen que el país debería adherirse estrictamente a la sharia. Las atletas femeninas de Afganistán enfrentan hoy amenazas similares por parte de los talibanes, incluidos abusos físicos y allanamientos en sus hogares.
Lo que ha sido más sorprendente es la falta de apoyo del mundo deportivo a las valientes mujeres y niñas que, a diferencia de mí, no han podido huir del país. El ejemplo más reciente es la decisión del Comité Olímpico Internacional de permitir que un equipo representara a Afganistán en los Juegos de París. En cambio, el comité, a pocos días de que comiencen los Juegos, debería dar marcha atrás y prohibir que el equipo compita en nombre de Afganistán. Debería permitir que las atletas, la mayoría de las cuales viven en el exilio, compitan en el Equipo Olímpico de Refugiados, lo que enviaría un mensaje de esperanza a los refugiados de todo el mundo.
El equipo afgano está formado por tres mujeres y tres hombres, lo que, según el COI, cumple con el requisito de igualdad de género en este caso. Pero ninguna de las tres mujeres que representan a Afganistán (en atletismo y ciclismo) vive ni se entrena en el país, ni podría visitarlo sin arriesgar su vida. Dos de los tres atletas masculinos, un velocista y un nadador, también se incorporan desde el exilio. El tercero, un judoka como yo, se entrena en Afganistán. Al permitirles competir por Afganistán, el COI no solo está socavando su propio compromiso con los valores olímpicos, sino que también está otorgando legitimidad al régimen no reconocido de los talibanes. Por su parte, el COI dijo que había tratado con un comité olímpico nacional afgano que opera en el exilio y que no se permitirá la asistencia de ningún funcionario talibán a los juegos. Pero eso no viene al caso. Su decisión de permitir que compita un equipo de Afganistán es un acto de reconocimiento, aunque quizás involuntario, de un régimen que castiga a las mujeres por participar en deportes. La Carta Olímpica establece en su introducción: “La práctica del deporte es un derecho humano. Todo individuo debe tener acceso a la práctica del deporte, sin discriminación de ningún tipo”. El papel del COI, dice además la carta, es “actuar contra cualquier forma de discriminación que afecte al movimiento olímpico”.
Las mujeres afganas “están arriesgando sus vidas” para oponerse a los abusos de los talibanes, escribió este año un funcionario de Human Rights Watch. “Merecen la solidaridad total de la comunidad internacional en su lucha”. No podría estar más de acuerdo. Una forma de mostrar solidaridad es negarse a ofrecer a los talibanes cualquier impresión de legitimidad. Para ser clara, respeto y admiro el trabajo duro y la dedicación de las tres atletas exiliadas (y de los hombres) que planean desfilar en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París. Creo que tienen todo el derecho de estar allí, pero como refugiados, no como representantes de un país donde las mujeres tienen prohibido practicar deportes.
Tal como están las cosas ahora, competirán por un país donde los estadios son más conocidos por las ejecuciones públicas que por las competiciones deportivas. Estas mujeres merecen un lugar en el escenario mundial mientras el mundo entero sintoniza los Juegos. Sin embargo, su presencia debería ser un recordatorio de la naturaleza cruel e injusta del régimen talibán.
(*) Friba Rezayee es atleta afgana y columnista de The New York Times