|
El surgimiento y consolidación del trumpismo en Estados Unidos no puede ser comprendido sin analizar el contexto social, económico y político que lo precede. Es perfectamente posible entender al fenómeno en cuestión como el síntoma de un malestar social acumulado durante décadas. El descontento con el sistema político, la desconfianza en las instituciones y la percepción de un declive económico y cultural han contribuido a la popularidad de Donald Trump.
Según los datos del Banco de la Reserva Federal de Saint Louis, en 2016, el año en que Trump fue elegido presidente, el índice de pobreza en EEUU registraba un 14% entre la población; luego de un pico cíclico de 15,9% en 2011. Al final de su mandato, en 2020, la cifra bajó al 11,9%. Desde entonces, al presente, volvió a subir. Quizás tan o más decidores son los datos del costo de la vivienda. En 2016 el precio promedio de una casa, era de $us 310.900, siguiendo con los datos de la citada institución. Para 2020 esto subió a alrededor de $us 320.000. Es decir, por lo menos el encarecimiento de la vivienda se contuvo. Para 2023 el valor llegó a $us 435.400, un 36,06% más en cuestión de tres años.
Así las cosas, no es de extrañarse que la población menos favorecida económicamente vea en Trump a su campeón, porque él es quien les habla y quien encarna su descontento con el sistema político tradicional, expresado por las viejas élites, tanto republicanas como demócratas. El rival de Joe Biden es preferido entre la población latina. Afroamericana y ni qué decir de los blancos pobres.
El proceso de desindustrialización y la creciente desigualdad económica también han contribuido al malestar social que alimenta el trumpismo. Según Scott Bennet, escritor de Fair Observer, «ambos partidos han desempeñado un papel en el vaciamiento de la economía estadounidense. Han dado la bienvenida a la desindustrialización en favor de la financiarización, eligiendo las ganancias de Wall Street bajo el supuesto equivocado de que ayudar a las empresas ayuda a todos». Desde una perspectiva politológica, la desindustrialización ha tenido un impacto devastador en muchas comunidades, especialmente en el cinturón industrial del Medio Oeste. La pérdida de empleos bien remunerados y la falta de oportunidades económicas han generado una sensación de abandono y resentimiento hacia las élites políticas y económicas.
Polarización
Con todo, el trumpismo va más allá de lo económico. La confianza en las instituciones gubernamentales en Estados Unidos ha disminuido drásticamente. Siguiendo con Bennett, «la confianza en el gobierno se está desintegrando… menos de 2 de cada 10 estadounidenses dicen que confían en que la clase política hará lo correcto, la medida más baja observada en más de 70 años de encuestas». Este declive en la confianza es un indicativo de un profundo malestar social. Desde una perspectiva sociológica, la confianza en las instituciones es fundamental para la cohesión social y la legitimidad del sistema político. La pérdida de la misma lleva, tarde o temprano, a una crisis de legitimidad, donde amplios sectores de la población dejan de creer en la capacidad del gobierno para representar sus intereses y resolver sus problemas.
El trumpismo también debe ser entendido considerando el impacto de los cambios culturales y demográficos en la identidad estadounidense. Bennet señala que «la narrativa dominante sobre los partidarios de Donald Trump… es que en general son ignorantes, racistas, reaccionarios». Sin embargo, esta visión simplista ignora las complejas dinámicas identitarias en juego. Para muchos partidarios de Trump, el cambio demográfico y cultural representa una amenaza a su identidad y modo de vida. La globalización, la inmigración y los cambios en los valores sociales han generado una sensación de pérdida y desplazamiento, que Trump ha sabido capitalizar al presentarse como defensor de una América tradicional. Dicho sea de paso, es una visión conservadora que, de algún modo, resulta atractiva para los migrantes.
El sistema político bipartidista en Estados Unidos ha limitado severamente las opciones de expresión política para el público. Bennet argumenta que «cuando una población insatisfecha tiene la opción entre mantener nuestro sistema roto y poco representativo y la opción de autodestruirse, algunos han decidido que es hora de apretar ese botón de autodestrucción lo más fuerte posible». Desde una perspectiva politológica, el sistema bipartidista crea un entorno donde las opciones políticas se reducen a dos grandes partidos que, en muchos aspectos, representan intereses similares, especialmente en términos económicos. Esto ha llevado a una creciente frustración y una búsqueda de alternativas fuera del sistema político tradicional y esto es justamente lo que representa Trump.
El expresidente y candidato republicano ha logrado posicionarse como un outsider dispuesto a desafiar el statu quo. Bennet observa que «Trump se ha ubicado durante mucho tiempo como un conducto para las frustraciones de sus partidarios. Él es quien, les dice, da voz a los que no la tienen». La figura del outsider es atractiva en tiempos de crisis porque representa una ruptura con el sistema establecido y la promesa de un cambio radical. Trump ha sabido aprovechar esta imagen, presentándose como alguien que no necesita la política, sino que la política lo necesita a él.
La judicialización de la política, o «lawfare», también ha jugado un papel crucial en el malestar social que alimenta al trumpismo. Bennet menciona que «el presidente Joe Biden y el Partido Demócrata están empleando la guerra judicial para intentar bloquear a Donald Trump». El uso de herramientas legales para combatir a los adversarios políticos es entendido por sus partidarios como un signo de debilidad del sistema democrático y un incentivo para la polarización. Ellos perciben estas acciones como ataques injustos y un intento de silenciar una voz disidente, lo que refuerza su apoyo y su percepción de que el sistema está corrupto.
Otro aspecto importante es el rol de Trump en tanto líder fuerte o figura autoritaria. Bennet cita a Trump diciendo, sobre Xi Jinping, «ahora es presidente vitalicio. Presidente vitalicio, es genial. Y mira, él fue capaz de hacer eso. Yo creo que es genial. Quizás algún día tengamos que intentarlo también». Es sabido que, en tiempos de incertidumbre y crisis, las figuras autoritarias resultan atractivas porque prometen orden y estabilidad. La idea de alguien que pueda imponer su voluntad y resolver problemas de manera decisiva resuena con aquellos que sienten que el sistema democrático es ineficaz y disfuncional.
Trump, para bien o mal, ha redibujado las coordenadas de la polarización política en Estados Unidos. La vieja dicotomía era entre versiones más o menos moderadas, en el contexto estadounidense, entre izquierda y derecha. Esto estaba expresado en la rivalidad entre republicanos y demócratas de cuño añejo. El empresario derrotó en primera instancia a toda esa tradición dentro del Partido Republicano y luego se hizo con la presidencia dejando en el camino a lo que quedaba de la misma del lado del Partido Demócrata.
Hoy, Biden representa a todos aquellos que creen que el sistema merece ser defendido. Es el líder del equipo Statu Quo. Trump, al frente, es el campeón del equipo Demolición.
El mundo mundial
Ahora bien, el trumpismo es parte de un fenómeno mucho más amplio y al que se observa retozando por todas partes del mundo. En Europa, pasa esto con las denominadas derechas extremas. En América Latina están los Bolsonario, Milei y Bukele, por ejemplo. Para entender mejor este contexto, es útil considerar los puntos expuestos por Rachel Kleinfeld, una académica estadounidense especializada en relaciones internacionales.
«En los últimos años, en Estados Unidos, se han producido numerosos acontecimientos violentos (o casi acontecimientos) importantes» de violencia política, señala Kleinfeld. Estos incluyen el tiroteo contra el congresista Steve Scalise en 2017, el intento de secuestro de la gobernadora de Michigan en 2020, el ataque al Capitolio en 2021 y, más recientemente, el intento de asesinato de Donald Trump el pasado 13 de julio. Estos hechos reflejan una escalada en la radicalización y el extremismo político.
Según Kleinfeld, «entre 2016 y 2021, las amenazas contra miembros del Congreso se multiplicaron por diez». Este aumento en las amenazas y la violencia sugiere una atmósfera cada vez más tensa y peligrosa para los servidores públicos.
La académica cita además el intento de asesinato del primer ministro japonés Fumio Kishida, el asesinato del ex primer ministro japonés Shinzo Abe y el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio en Ecuador en 2023.
«De 2022 a 2023, Francia experimentó un aumento de 12 veces en la violencia contra funcionarios electos», afirma Kleinfeld. En Alemania, «se ha sufrido más de 10.000 ataques contra políticos en los últimos cinco años». Estos ejemplos subrayan cómo la violencia política se está extendiendo en diversas democracias, a menudo impulsada por causas locales, pero también por tendencias globales similares.
A pesar de las diferencias locales, existen patrones comunes en la violencia política observada en diferentes países. Kleinfeld observa que «en todos estos Estados, una parte importante de los ataques son en gran medida producto de fanatismos radicalizados, a menudo incitados por los partidos políticos». Este patrón se repite en países como Alemania, India y Francia.
En Alemania, por ejemplo, la violencia política es fomentada por grupos radicales como la Alternativa para Alemania (AfD). En Francia, la violencia política ha sido impulsada recientemente por grupos de la izquierda que lidera Jean-Luc Melenchon.
Los actores violentos no solo atacan a sus oponentes políticos, sino también a aquellos dentro de su propio campo que consideran traidores. Por ejemplo, durante el ataque al Capitolio, la turba coreó «cuelguen a Mike Pence», porque el vicepresidente no estaba dispuesto a ayudar a anular las elecciones.
Hoy en día, tanto la izquierda como la derecha han mostrado un aumento en el apoyo a la violencia política. Aunque la violencia de derecha viene siendo más sonora, Kleinfeld señala que «la violencia de izquierda se triplicó de 2015 a 2020 en Estados Unidos». Esta apelación generalizada hacia discursos de odio, con posiciones crecientemente radicalizadas y fundamentalistas, es un indicador de un mundo cada vez más polarizado.
Queda en el tintero la faceta de religión política a la que vienen apelando los discursos polarizantes, algo que tocará abordar próximamente. En la última convención republicana, que proclamó a Trump como candidato para las elecciones de noviembre, el tono predominante de las intervenciones era el de pastores evangélicos en plena prédica. De algún modo, esto también toca vivir por nuestros cielos, con una disputa desbordada entre evistas, arcistas, mesistas, camachistas y demás, cuyos principales argumentos no son ni ideológicos ni políticos, sino cuestiones de fe.
(*)Pablo Deheza es editor de Animal Político