“Bolivia, tienes que ir allí”, me dijó mi viceministro, así que comencé a indagar. En los videos por internet salían siempre brujas, llamas, motoristas atravesando montañas, un sorprendente teleférico y un fascinante Salar de Uyuni. Uno de los blogueros dijo: Nada interesante en La Paz.
3.600 metros de altura fue la información más radical. Y el aeropuerto a 4.061. En una tienda de libros, cerca de mi casa moscovita, tuve la suerte de comprar el último ejemplar de un grueso libro, Historia de Bolivia, editado por el Instituto de América Latina de la Academia de las Ciencias Rusa. No fue tan ameno como los clips en internet, pero me iba tranquilizando. Datos, hechos, historias poco comunes que despiertan interés. Un fuerte factor indígena y la denominación del país como el más latinoamericano y auténtico. Este gran sentimiento luego podía percibirlo desde el primer instante en Bolivia.
Atravesando medio mundo, llegué primero a Santa Cruz, donde fui atendido por un gentil represantante de la Cancillería y luego a El Alto, tratando de no entrar en pánico por falta de oxígeno. Como todos los pasajeros de BoA, tuve que subir un estrecho corredor. “Vamos arriba”, me dije tratando de palpar sentimientos propios. Arriba me esperaba una nutrida comitiva de la embajada, incluyendo al médico y una ambulancia, por si acaso.
“Si sobrevives las primeras 24 horas, te adaptarás”, me prometió Yakov, un diplomático experimentado que parecía conocer a todos aquí.
Comenzamos a descender. Una moderna autovía de El Alto a La Paz. Teatro con laderas iluminadas y vasta escena, abajo. Luego una lindísima plaza San Francisco, seguida por el siempre elegante Paseo de El Prado. Columna de Cristóbal Colón con manchas en su rostro. Toda una gama de viejas reminiscencias de Madrid sazonada con una óptica local. También una mezcla de genuinas casas antiguas con modernos rascacielos, después una roca, zona Sur y finalmente la embajada.
Tengo que señalar que nuestra casa en La Paz es la representación diplomática mejor situada y más acogedora de todas. Quizás por disponer de una capilla en su territorio que emite serenidad y reflexión. La ermita ortodoxa más alta y cercana a los cielos del mundo entero.
Fue un gusto trabajar en La Paz por más de tres años, así como conocer al país, su gente y siempre dinámica realidad boliviana. Me iba acostumbrando a ser llamado “caserito” por unas tías que entregaban a precio módico un verdadero patrimonio nacional: las marraquetas. Una mañana, al encontrarnos en el Centro de Investigación y Desarrollo en Tecnología Nuclear en El Alto, el presidente Luis Arce me enseñó de primera mano la forma paceña de desayunar: pan de batalla acompañado por mantequilla local (mermelada y queso fresco como opciones). Fue tan rico que casi me olvidé de mí misión diplomática de mantener un diálogo. Gracias a la gentileza del primer mandatario todo transcurrió de la mejor manera, entre amigos.
Al venir a La Paz, mi mujer e hija se quedaron impresionadas por la transparencia del aire y los vivos colores de la exótica naturaleza y vestimenta de la gente, tan meticulosamente representadas en los cuadros de Mamani Mamani, Gastón Ugalde e Eusebio Choque, a los cuales llegué a conocer personalmente.
Una cosa que distingue a los bolivianos, en su abrumadora totalidad, es su amable trato a un foráneo y el deseo de ayudar. Desde los altos funcionarios de la Cancillería hasta mis vecinos de a pie, fueron muy raras veces que se me quedara mal sabor en la boca después de nuestras conversaciones. Al revés, acababa de sentirme en casa con unos amigos de los cuales me puedo fiar.
De los sitios de La Paz que más me encantan destacaría mis itinerarios preferidos. Primero, el Centro, descendiendo de la alta Sagárnaga. Un trayecto posible a cualquier hora del día y de la tarde, a diferencia de muchas ciudades latinoamericanas donde las caminatas así son bastante inseguras. Segundo, la zona Sur con sus callejuelas erráticas que atraviesan el antiguo hipódromo donde se hallan los estudios del arte, restaurantes, cafés y heladerías con un enviadiable surtido de golosinas. Tercero, el tranquilo Achumani con su mercado, atmósfera pacífica y poquitín durmiente. Cuarto, Sopocachi. Quinto, Miraflores. Sexto…
La Paz tiene mucho sol, no demasiado calor, es foco de una intensa vida del pueblo sabio, joven, rebelde y con estima propia. Agradezco a esta ciudad y su gente, y tengo que confesar: los amo mucho.
(*) Mikhail Ledenev es embajador de Rusia en Bolivia