Peor que la biblia, la pólvora y la sífilis juntas, los colonizadores trajeron también su avaricia. Y fueron precisamente sus intereses económicos que violentaron el uso ritual y sagrado de la hoja de coca, introduciéndole una división, un tajo, en lo más profundo de su esencia.
En 2023, el Estado Plurinacional de Bolivia solicitó formalmente a la OMS realizar un “examen crítico” de la hoja de coca, para poder “desclasificarla” del Listado I de sustancias estupefacientes, sostenido por Naciones Unidas desde 1961 y base de su prohibición internacional. Ante esta ocasión es importante recordar que no es la primera vez que se desclasificaría la hoja de coca como ilícita. Sin embargo hoy, por primera vez la balanza podría inclinarse a nuestro favor.
Después de la invasión española al Tawantinsuyu en 1532, la Iglesia Católica primero prohibió el uso de la coca a mitad del siglo XVI, considerándola herética. Sin embargo, en 1573, con la implementación de la mit’a y la regularización del trabajo forzado en las minas de Potosí, se produjo una transformación, o mejor, una deformación histórica de la coca de largo alcance: la profanación de su uso para fines productivos en escala industrial. Por eso, cuando en 1573 Felipe II, rey de España, derogó la recién impuesta prohibición de la coca, no tuvo nada que ver con el reconocimiento de la cultura ancestral de las poblaciones originarias, sino con la maximización de lucro extractivista. Simultáneamente, el trabajo forzado creó una condición de extracción forzada de energía, y dado su valor práctico para los trabajadores —como energizante, analgésico, y alimento de altísimo nivel nutritivo y vitamínico—, condujo a su uso excesivo. Así, la administración colonial forzó una relación de dependencia existencial del trabajador indígena y la coca. No por razones farmacológicas, sino porque el trabajo tributario que debía realizarse para obtener el derecho a la vida era simplemente imposible de realizar sin el uso de la coca.
En realidad, la deformación colonial de la hoja en 1573 consistía en un corte de precisión quirúrgica a la esencia propia de la coca. Se le produjo una división interna que separaba su valor milenario, su uso ritual y sagrado, de su valor de cambio bajo un régimen de relaciones de producción mercantilizadas. A lo que se puso precio no fue a la hoja en sí. Se le puso precio a un alcaloide específico, justamente al principio activo que hacía posible la extracción forzada de trabajo. Es decir que ya en 1573, a causa de dicha deformación, este alcaloide específico se vuelve históricamente inteligible como configuración económica, jurídica y política dentro de la hoja de coca. Y se vuelve negocio.
Lo trágico es que en el siglo XX los EEUU —y luego también Naciones Unidas— únicamente consiguen percibir la hoja de coca a partir de su deformación colonial. Tal vez porque la avaricia colonial y su lógica extractivista corresponden orgánicamente a la comprensión de mundo capitalista. La ciencia occidental demoró 300 años en aislar por completo dicho alcaloide en un laboratorio químico alemán y bautizarlo “cocaína”; para que finalmente, en 1973, en medio de “programas de reajustes estructurales” con los que el FMI y el Banco Mundial instalaron el neoliberalismo en nuestro continente, los EEUU le declararan la guerra al patrimonio cultural inalienable ancestral y originario de los pueblos andinos, llamándola “guerra contra las drogas”.
Es por eso que hoy es fundamental corregir la deformación colonial que se infirió a la hoja de coca 450 años atrás. La primera derogación de su prohibición fue parte de la lógica de explotación colonial. Hoy, por lo contrario, son los propios pueblos indígena originario campesinos reivindicando la soberanía del Estado Plurinacional ante la comunidad internacional.
(*) Max Jorge Hinderer Cruz es doctor en filosofía