Dijo Anne Bogart, directora estadounidense, que una obra de arte fácil de definir es también fácil de olvidar. La novela Yo maté a un perro en Rumanía, de la escritora peruana Claudia Ulloa, es una obra de arte difícil de definir y difícil de olvidar y difícil de reseñar a la manera tradicional: con adjetivos, haciendo una sinopsis de la trama y describiendo las temáticas principales. Para hacerle justicia a la novela, que DumDum Editora publica pronto en Bolivia, es necesaria una reseña que aspire a lo mismo que aspira la novela: crear las condiciones, mediante la palabra, para que la lectora sienta en carne propia una experiencia. En el caso de la novela, la experiencia del viaje, la desolación, el silencio, la ternura que no termina de salvar. En el caso de esta reseña, mi experiencia al leer esta novela.
I) Voz. Esta novela se narra en una sucesión de voces en primera persona. Entramos en ella por medio de la voz de un perro a punto de morir. El perro no está triste. No se aferra a la vida. Usa el don de la palabra que se le da en el umbral de la muerte para decirnos que la vida, el silencio, la muerte y la palabra están entrelazados. Para decirnos que esta historia es la suya, que no hay mensaje en esta fábula, que no hay, de hecho, historia.
La voz de la narradora entra, acto seguido, para contarnos la historia. Solo que, más que una historia, lo que hace es describir la oscuridad. Su voz es pausada y cada palabra pesa, cada palabra cae en el silencio como piedras en un lago, y la voz espera a que se calmen las olas en la superficie para seguir hablando, para seguir describiendo la oscuridad silenciosa mediante palabras, oscuridad perforada de vez en cuando por la presencia del amigo rumano que la invita a irse con él de viaje.
La voz de Mihai, el amigo rumano, entra a mitad de la novela, a mitad del viaje por Rumanía como un contrapunto a la voz de ella: todo lo que tiene Mihai son historias. Mihai es todo trama. Mihai nos cuenta la historia de la muerte de su padre, la historia de su hermano y la gitana, la historia de su madre, la historia de su hermana muerta y la historia de su pueblo, la de su primo, la de su migración, la de la maestra de rumano que ahora viaja con él, triste, callada, drogada, bebiendo.
II) Tensión. Algunas novelas tienden líneas de tensión al nivel de la trama que generan en el lector el impulso de dar vuelta la página. En esta novela, las líneas de tensión están tendidas entre momentos de lenguaje. La atención de la narradora no está en lo que sucede, sino en lo que estimula sus sentidos: el color exacto de la tarjeta de crédito sobre el mostrador del hotel; el olor exacto del auto prestado; la luz sobre los edificios; la luz en la ventana; el color de los muros; la sensación de las pastillas adormeciendo su cuerpo; el sabor de vómito en su boca; el sonido de los perros ladrando. Las líneas de tensión se tienden entre momentos del lenguaje como “Oía nudos de aliento, sus cuerdas vocales cerrándose como un telón de terciopelo en la garganta” y “Puntos en el infinito. La carretera oscura. Una recta. Casas, ciudades, países. Segmentos. Tú, yo, mi perro. Más puntos. Dos planos paralelos. Los vivos y los muertos. Triángulos y círculos. El tiempo lineal o circular. Los gitanos. El radio del presente. Pasado y futuro en un eje. La cama y el ataúd un cruce de dos rectángulos. Cinco cuadrados. Mosaicos de Trajano. Una cruz. Aviones y camposantos. Caballos.” Entonces: doy vuelta la página no para saber qué va a pasar, sino para llegar hasta el final del viaje, para no perderme el siguiente destello, la siguiente descarga de dopamina en mi cerebro adicto a las palabras.
III) Lenguaje. Cuando digo lenguaje no quiero decir palabras, sino gramática: el subjuntivo que esconde un suceso de la trama para que podamos solo intuirlo, el tiempo presente de un verbo que hace que la descripción de una película sea claridad entre dos oscuridades. La autora declara sus intenciones desde el principio de la novela. No hay historia. No hay moraleja. Y si bien es verdad que no hay moraleja en esta fábula, no es verdad que no haya historia. Lo que pasa es que si esta novela fuera un carro viajando por una carretera rural en invierno, el lenguaje sería el conductor, vestido de cuero negro, pisando el acelerador, mientras que la historia iría en el asiento de atrás, adormecida por el viaje, fumando por la ventana.
Camila Urioste es escritora.