Una hermana ha perdido a su hermano. Lo han matado en la última masacre. No tiene nombre, no tiene (el) cuerpo. Ni siquiera lo va a poder velar en paz. Los espectadores hemos sido colocados en un pasillo de veredicto, no es gratuita esta escenificación (que va más allá de la tradicional puesta en escena). Antígona (una estremecedora Tania Quiroz) carga una carretilla en la oscuridad. Lleva tierra. Y una luz en medio de la oscuridad. Se detiene frente a las gradas, se sube a la carretilla y se acurruca entre sus polleras. Antígona está sola.
Estamos en el estreno de Antígona Senkata, dirección y texto de Antonio Peredo Gonzales. Somos una veintena de espectadores en El Bunker. La escenificación nos sumerge en olvidadas jornadas de dolor y muerte. El hecho teatral contemporáneo (ayudado por imágenes, audios, discursos históricos, canciones) no es la mera transposición del (teatro de) texto dramatúrgico.
Se escuchan gritos, disparos. “Fusil, metralla, el pueblo no se calla”. En lo más alto de las gradas, como si fuera un altar, se proyectan videos caseros de las calles de Senkata, siempre en noviembre. Son los que van a volar la planta, son los que van a saltar por los aires a todo el barrio, son los terroristas. Antígona retrocede sobre sus pasos. Se balancea en un columpio gigante, entre la vida y la muerte. Es una wayllunk’a. Ante el dolor interminable, un ritual alegre de fertilidad. Por el hermano asesinado, viditay.
Antígona no se resigna. Sabe que ha nacido entre cerros, es decir entre dioses. Sabe que las montañas están para no olvidar los orígenes, para que las soledades no duelan (tanto). El altar de las escaleras blancas vomita imágenes de ayer y de hoy: Luis Arce Gómez se confunde con Jeanine Áñez. “No va a haber perdón”, dice el que obligaba a todos a caminar con el testamento bajo el brazo. Antígona sigue sola, apenas recuerda su nombre. “Larga noche nomás es”, se dice a sí misma.
La hermana del hermano asesinado quiere ch’allar para su descanso final, para el viaje definitivo. Entonces llega un militar vestido de negro. “Llora a tu hermano lejos”, grita. El militar se mueve al ritmo de una morenada. Goza sádicamente cuando humilla, cuando la hermana se arrodilla, cuando lame. Es la actriz Malala Sanz, que aprovecha las herramientas del mundo de la danza (del cual proviene) para ejecutar otro ritual, esta vez de muerte, esta vez de desprecio.
De fondo escuchamos al tercer (invisible) protagonista. Es una voz (la de Antonio Peredo) que reproduce a los gritos (también) un discurso de ley y orden. De Dios con mayúscula. “¿Quién no quiere ser libre?”, nos pregunta cínicamente a todos. “No vale la pena ser héroes, menos heroínas, ¿dónde está tu cuerpo? ¿dónde está ahora tu pueblo, Antígona?”.
El relato del poder quiere contagiar(te) resignación, debilitar tu fuerza moral, tu fortaleza ancestral. Antígona se sabe mujer, por eso va a desobedecer las leyes de los hombres. Se sabe historia de sus abuelos, se sabe tejido, lengua antigua, medicina ancestral. Antígona entra a una oficina de la Fiscalía. Ahora es un simple número. Busca justicia pero no sabe cómo, ni dónde.
La mujer/militar sube en vía crucis hacia el altar; se desnuda, pide una consideración. Se ha colocado en el lugar del otro, de la otra. “¿Y si la ley fuera india, si el gobierno fuera mujer, si el Estado fuera niña, si la familia fuera marica, si tú fueras yo?”.
La obra de Peredo nos habla de identidad (quienes somos, quienes queremos ser), de cuerpos (por enterrar y resucitar), del poder y la venganza (“han matado a mis hermanos desde siempre”), de culpa y empatía. De miedo y odio. De aprender a estar/ponerse en la piel del otro, de ver a través de otros ojos.
El teatro de sombras y los títeres también forman parte de esta tragedia metateatral sobre un pueblo que no se ve. Y cuando más oscuro está (y se escucha algún pequeño sollozo que acompaña y contiene las lágrimas de Antígona/Tania Quiroz), amanece. Antígona canta, susurrando. Será tierra. Pintará frases sobre un espejo cóncavo y fondo negro: “el pueblo es nuestra mentira. Nosotros somos el pueblo”.
Antígona conversa con el hermano en una caverna de silencios. Mira a sus ojos fríos. Lo abraza y festeja en un preste de todos los olvidados. Es la despedida a un hermano. Antígona (ya) no está sola. Baila con nosotros, ya no agacha la cabeza. Desafía la ley para rendir la muerte de su hermano y sepultarlo con dignidad, como hizo hace miles de años en Grecia otra Antígona con su hermano Polinices. Ahora sabe cómo se llama, ha conjurado el peor de los miedos. “Hoy me callo para retumbar en el tiempo”. Es lo último que nos dice. Silencio.
(*) Ricardo Bajo va al teatro