«¿Pueden ver la casa?» Héctor, el chico, nos pregunta a todos. Todos somos cincuenta espectadores en El Gallinero, espacio teatral autogestionado en Tembladerani. Es el estreno de Con el sol en la retina, del elenco Escena Porcina. Podemos ver la casa. Una mesa, una silla, unos mates, una percha, un agujero, un horno para hacer pan, una vieja radio, un periódico, unos cuantos libros. Y un guitarrista, en el fondo oscuro. Podemos ver un hogar, un cálido hogar, de los de antes, corroído por el olvido. Son destellos.
Héctor (el joven y solvente actor Matías Laguna) recuerda su infancia, una época compartida con el padre. No sabía entonces que era feliz, no sabía que su padre, Chicho, iba a partir al exilio. El padre (un Pedro Genaro Grossman en su mejor momento) se ha olvidado de todo. Padece demencia senil. Lee el diario, se hace unos mates. Más tarde vamos a saber que es uruguayo porque el hijo recuerda un llavero con una pelotita de Peñarol, el Carbonero de Montevideo.
Héctor celebra el cumpleaños de papá, trae torta y quiere cantar con el viejo. Lo cuida, lo mima. Con el sol en la retina habla del amor y cuidados de un hijo; esta vez no cuida la madre, no sostiene la hija.
“Dile a ella que se vaya”, dice Chicho. Los cincuenta del Gallinero no vemos a nadie. Más tarde vamos a saber que el padre en el exilio formó otra familia. “Fue ese día que empezaste a perder”, dice el hijo que no juzga, que solo pregunta; el hijo que sabe que padre no puede volar con tanta carga/culpa.
Los recuerdos de Héctor sirven para combatir el olvido. «¿Cómo llegaste a Bolivia? ¿Cómo escapaste de los milicos?». Chicho la cuenta otra vez. La vive otra vez. Guarda la bandera que parece la cubana, regala el reloj, marcha hacia la frontera, navega de nuevo. “El lago es nuestro mar”, dice.
Así vence a la demencia, a la locura. Y entonces se fuga de nuevo de la isla de Coati. Y entonces cae prisionero y las torturas siguen ahí porque nunca se fueron. El hueco, el serrucho, la carne podrida, el matadero, donde hacían de las suyas los carniceros. “Desde entonces, el silencio”. A partir de ahora, el abrazo de un hijo y un padre, para siempre.
Con el sol en la retina habla de sueños y dolores; de batallas perdidas y ganadas; de olvidos y recuerdos. De corazones que explotan, de balas y tiros, de persecución y tortura. De una vida, de una muerte. De esa locura necesaria para que gire el mundo; de ausencias. Del llamado ensordecedor del mar. De luchar por un futuro mejor. De recuerdos que son medicina.
El hijo evoca. Trae libros de piratas de siete mares, trae la historia de un padre Dédalo y su hijo Ícaro, prisioneros en otra isla sagrada (esta vez de Creta). Más tarde vamos a verlos volar para escapar, no van a perder las alas por acercarse al sol. “Te estoy esperando”, dice el hijo sin rencor. Fue cuando entró al laberinto (esta vez no era el de Creta).
La madre es el tercer personaje (ausente/presente). ¿Pueden verla? No, no la podemos ver pero está ahí, siempre lo estuvo, cuando padre se fue. “Yo no te culpo, ¿pero mamá?”. El cuarto personaje es el mar. El añorado mar uruguayo, al que padre nunca más volvió.
Con el sol en la retina es un tierno/íntimo homenaje de un hijo (el director Miguelangel Estellano Schulze) a su viejo, al recordado Washington Pipo Estellano, hombre de teatro y lucha, exiliado en ese inmenso mar sin olas llamado altiplano. Es una despedida cargada de poesía, de futuro.
El quinto pasajero es una guitarra, sutilmente acariciada por Gabo Guzmán Dávalos, escondido tras bambalinas, en la penumbra, listo para el recuerdo del olvido. Trae, no libros, sino canciones para viajar al pasado, para recorrer el mundo del revés; nada el pájaro y vuela el pez, como susurraba María Elena Walsh. Para sobrevolar el mar, el exilio y el laberinto.
El olor a pan recién hecho se expande por todo El Gallinero. Los cincuenta estamos inmersos en un periplo sin retorno a la infancia, a nuestras cálidas casas maternas/paternas, a las playas con castillos de arena. Los destellos/fragmentos del olvido se han evaporado. Los dos, Héctor y Chicho, padre e hijo, cantan un viejo tango de Aníbal Trolio, ese que habla del último organito que va de puerta en puerta, ese que muele canciones para que llore el ciego, ese ciego que fuma y fuma sentado en el umbral, como el querido Pipo.
Padre e hijo son ahora piratas que suben hasta el mástil más alto de la mesa. Van a toda vela, libres. Los dos navegan el mar de la locura. Han vencido el rencor, han derrotado al olvido. Ya pueden despedirse en paz. El viento es suyo, el viento es nuestro.
(Con el sol en la retina estará este viernes 23 en Casa Grito, San Miguel; 19.30 y 20.45; preventa Bs 40, en puerta Bs 50; reservas: 77722200)
(*) Ricardo Bajo es un pirata sin barco