La instauración de un régimen revolucionario en Bolivia en 1952 parecía una provocación en el marco más intenso de la Guerra Fría. Gobernaba en Estados Unidos Harry S. Truman, en tiempos en que el temible senador Joe McCarthy estaba empeñado en la cacería de brujas sin cuartel contra los comunistas aparentes o reales dentro y afuera de su país. El proceso iniciado para la nacionalización de las minas se puso en marcha contrariando presiones internacionales que complotaron para cerrar la posibilidad de venta en el exterior de ese mineral. Todas las grandes medidas anunciadas por el flamante gobierno del MNR podían interpretarse como aspiraciones programáticas vecinas a los planteamientos marxistas en otras latitudes: nacionalizaciones, reforma agraria, voto universal, reforma educativa y otras. En ese entonces rodeaban al país regímenes militaristas o dictatoriales como los que imperaban en Perú con Odría, en Brasil con Getulio Vargas, en Argentina con Perón, en Colombia con Rojas Pinilla, en Chile con Ibáñez del Campo, y más allá atroces tiranías como la de Batista en Cuba, la de Duvalier en Haití, de Somoza en Nicaragua o de Trujillo en Republica Dominicana.
En ese ambiente, en las reuniones de la OEA, por ejemplo, Bolivia era, con la excepción de México, la Guatemala de Árbenz o Costa Rica, una extravagancia, la fea del barrio. Organizar la Cancillería y su proyección diplomática regional para superar la hostilidad subyacente requerían medios y esfuerzos titánicos que con imaginación y patriotismo estuvieron a cargo de Wálter Guevara Arze y su equipo de jóvenes revolucionarios reclutados entre la flor y nata de la juventud del MNR, que con rápidos y eficaces entrenamientos en la Casa Amarilla (Cancillería) se constituyeron en apropiadas herramientas para afrontar el adverso frente externo. El Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, núcleo central, contaba con 66 funcionarios de planta, 20 administrativos y ocho mensajeros. Por allí pasaron embajadores de lujo como Jorge Escobari Cusiqanqui, en la subsecretaría; German Quiroga Galdo y el inefable director de Límites Antonio Mogro Moreno.
Para suavizar la frialdad en Washington se escogió a Víctor Andrade Usquiano, un yungueño que, aparte de su talento y su conocimiento fluido del inglés, poseía singulares rasgos nativos, tocaba la guitarra y era excelso cocinero. Pronto la frialdad gringa se trocó en romance casi tropical, hasta en extremo de la amistosa visita a La Paz de Milton S. Eisenhower, hermano del presidente, quien fue abrazado como “compañero” movimientista. Ante aquel publicitado afecto, los alfiles regionales se acoplaron a ese tono y Víctor Paz Estenssoro fue recibido con alborozo en Chile, en Bogotá, en Quito y en Lima. Y, en su tercera presidencia, John F. Kennedy le dio la bienvenida en la Casa Blanca, durante su visita de Estado, en 1963.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y
miembro de la Academia de
Ciencias de Ultramar de Francia.