Solo se puede hablar de los misterios del poder si se lo ha detentado y ejercido. Desde afuera no se puede palpar lo divino o demoníaco que representa en el ser humano. Los mejores testimonios son de quienes alguna vez fueron poderosos. Recuerdo una tertulia con Jaime Iturri, para quien no existía en el mundo mejor afrodisíaco que el poder. Esa definición hoy la traslado a la historia democrática de África, donde se gobierna con un peligroso romanticismo: dinero y sexo. Todos sus líderes son héroes que aspiran a lo divino, reescribieron las leyes para perpetuarse y quisieron ser inmortales creando dinastías. Todos tienen algo en común: son revolucionarios, poseen mucho dinero y tienen mujeres jóvenes.
Toda esa generación de presidentes africanos se encuentra amparada en la dictadura electoral, en el voto amañado. Ejemplos vivientes son Teodoro Obiang Nguema, de Guinea Ecuatorial; Yoweri Musevini, de Uganda; Mobutu Sese Seko, del Congo. La lista es enorme y prefiero concentrarme en un nombre, José Eduardo dos Santos de Angola. Dicen que para saber de la fortuna de los líderes no hay que ver sus cuentas bancarias, sino las de su familia. El apellido Dos Santos ya no está vinculado a la guerrilla, sino al jet set. El Futungo, símbolo de la revolución y los años de lucha contra la UNITA, ciudadela cuyas calles tienen el nombre de comandante Che Guevara, Revolución de Octubre, Salvador Allende, etc. Pero allí ya no se respira socialismo, sino el humo de los porsches, ferraris, McDonald, Sell.
Según la revista Forbes, Isabel dos Santos es la primera mujer multimillonaria del África, hija del expresidente y cabeza visible de la nueva oligarquía de Angola. Ella tiene capitales en telecomunicaciones, energía, dispersados en Portugal y Europa. Nadie puede explicar cómo se puede ser rico de la nada. Aunque esto no es extraordinario si se toma en cuenta que el propio Mandela se enriqueció en la presidencia. Nadie se atreve a tocarlo, aunque después de muerto le pusieron sus trapitos al sol, su sitial de héroe está intacto a pesar de sus pecadillos mundanos.
Robert Mugabe, exguerrillero de la antigua Rodesia y figura de la lucha anticolonial, fue amigo de Mandela, de Margareth Thatcher, de Fidel Castro. Su final no fue heroico y me hizo recuerdo a los últimos días de Nicolae Ceaucescu, aquel hombre poderoso de quien un desliz comunicacional lo mostró débil y después no pudo recuperar su fortaleza y sus cercanos colaboradores se encargaron de sacarlo del poder y ejecutarlo.
El final de Mugabe es más digno de telenovela. Él sabe que se encuentra en el último tramo de su vida, tiene 92 años y quería que su sucesora fuese su mujer, Grace, su exsecretaria de 51 años. Para encumbrarla Mugabe destituyó a su cercano colaborador Emmerson Mnangagwa, actual presidente, quien se refugió en Sudáfrica a la espera del desliz del ya debilitado líder. Esos recaudos no eran exagerados, pues en 2007 el archirrival de Mugabe, Morgan Tsvangirai, lo cuestionó electoralmente, pero de repente sufrió una pateadura y nunca se supo quién se la propinó.
Una vez restablecido y saliendo del hospital aceptó cogobernar. Estuvo hasta 2015, cuando fue destituido por escándalos sexuales. Mnangagwa sabía que esa fuerza ya no tenía Mugabe. Y su propio partido y el amado Ejército le dieron detención domiciliaria hasta obligarlo a renunciar, con la condición de que nadie iba a ser procesado y Mugabe podría estar tranquilo hasta el final de sus días. Quizás así terminan esos líderes africanos. La mayoría murió en el poder y apenas fueron cuestionados. Muchos piensan que el populismo y el clientelismo son inventos latinoamericanos, quizás deberíamos ver a África como un espejo, porque allí llevan décadas gobernando de esa manera. La lección de la telenovela de Mugabe se la puede resumir en un cartel que fue viral en internet: “el liderazgo no se transmite sexualmente”.