Pasado el Año Nuevo es preciso prepararse para la Alasita. Muchos entienden que la globalización en el plano cultural conduce inexorablemente a una homogeneidad que iguala a todos en el mundo. Se postula que buena parte del globo usa Nike, oye música en Sony, se desplaza en Toyota, se afeita con Gillete, ve CNN o tiene la mala costumbre de comer hamburguesas McDonald’s. Quienes plantean esto, tienen una cuota de verdad, pero es necesario ver que junto a esas tendencias hacia la homogenización, existe un impulso hacia la diferenciación.
No en vano la globalización está acompañada de la localización, de la reafirmación de lo local y, lo que es más importante, de la revalorización de las distintas identidades culturales. Hoy más que ayer se reafirman los catalanes como catalanes, los vascos como vascos, etcéteras más etcéteras. En el mundo globalizado se puede ser universal y, simultáneamente, reafirmar y revalorizar las identidades propias. No en balde buena parte de los nuevos desafíos de la generación de una ciudadanía plena es el respeto por la cultura y las identidades de todos.
Es decir que esas épocas de creer en que se podían estandarizar a las culturas y a las personas ya han pasado, no obstante, no dejan de haber impulsos hacia otras homogenizaciones, por ejemplo en Bolivia: lo “indígena originario campesino”, con lo cual nos han tratado fallidamente de uniformar desde el poder.
En La Paz, ni los Nike ni Toyota ni otros sellos de la globalización que pululan en la Uyustus han podido apagar una costumbre tradicional como la Alasita, más bien el culto al Ekeko se ha “globalizado” en nuestra ciudad. A nadie extraña que se dé la bendición a los billetitos y a las demás miniaturas no sólo en la plaza Murillo, sino también en San Pedro, en Chasquipampa, en El Alto, Villa Fátima, Villa Armonía, Obrajes y hasta en San Miguel, en pleno sur de una ciudad que parecía estar más cerca de Nike que del Ekeko.
A pesar de la globalización, es posible que algunos elementos de la cultura tradicional se mantengan y expandan, en especial el de la Alasita, que tiene una marca de combinación de culturas, de sincretismo religioso que refleja bien a una sociedad tan diversa y pluri-multi como la nuestra, a una sociedad que no busca “vivir bien”, sino que anhela vivir mejor.
La tradición se conserva y expande modificándose; conserva algo del pasado y suma cosas nuevas, ahora chinas. Es de ese pasado que me llegan algunos recuerdos: ir a las “alasas” no sólo me conducía a perder mi tiempo y mis pocos billetitos reales, –sacados de mi alcancía con figura de unos Quevedos de la época-, jugando a la lota o peleando duro en varios partidos de canchitas, sino que también me empujaba la curiosidad para ver a uno de los mejores puestos que ponía en San Pedro una chola apodada la Llanta baja, chola llena de aretes rebosantes de perlas, de mantilla de vicuña con grandes topos de oro.
Épocas en que la Tía Núñez paseaba el centro de la ciudad haciendo gala del exceso de maquillaje.
En el puesto de esa chola desfilaban las mejores masitas; comprar un cartucho de ellas era el inicio del placer de saborear masitas de alta calidad, hasta mejores que las que se hacían en la Ópera.
Pero también estaban las mejores frutas, uvas dulces de Luribay con las que se hacía el pisco Ormachea; los sabrosos higos de Río Abajo que derramaban una miel dulzona; los duraznos de Luribay que dieron lugar a una canción: “Luribay durazno, viditay, perchicur untata …”. En fin, ir a la Alasita y no mirar a la Llanta baja era un pecado.
Era obligación para los niños ir a los puestos de pinquillos, no por sed musical, sino porque ahí se vendían los sopletes, esas fieras armas que servían para atacar a cuanto t’usu veíamos. Habían dos modalidades: los que debían ser usados con arvejas –arma letal para las pantorrillas- y los otros para ser utilizados con papel masticado. Cualquier paceña que haya pasado los 30 años tendrá memoria dolorosa de esas épocas de las “alasas”. Pero, ellas mismas recordarán, con memoria gastronómica, que en las “alasas” se podía comer uno de los mejores platos paceños, con choclos frescos de Valencia y Mecapaca; pequeños choclos cuyos huiros eran una delicia chuparlos, deporte que con la globalización parece haberse perdido.
Así que amigos, si están pensando cómo integrarse a esta difícil época de la globalización, será bueno que vayan a las “alasas”. Si no compran sus billetitos y no los bendicen por las dos religiones es posible que el desempleo, que la flexibilización laboral los pille, o sean maltratados como los médicos y tengan épocas k’enchas.