Los ataques en París, son un atentado contra toda la humanidad y una vil tentativa de aterrorizar a civiles. No hablemos ni siquiera del “enemigo común” actual en esta parte del mundo, el Estado Islámico, o de sus soldados, los jóvenes que día a día son manipulados psicológicamente en Francia, reclutados para morir matando. Ni siquiera hablemos ahora de ellos, demasiado ajenos al corazón de los ciudadanos de bien en este momento.
Estas tragedias que ocurren en las grandes metrópolis del mundo siempre imponen el tema de todas las demás que se han ignorado antes. Hablemos de todos esos que sospechamos sufriendo. ¿Quiénes son ellos? ¿Los sirios? ¿Los nigerianos? ¿Los que mueren día a día en la Guajira?
Son Ellos. Son una palabra que queda corta para aprehender el miedo y el dolor, matices de cada conflicto. Son lo que se esconde detrás de la ilusión de una realidad única, global y redonda que construimos en las pantallas. Son los que habitan, como nosotros, otros fragmentos de una realidad que forzosamente hemos de experimentar a pedazos. El primer ministro francés lo afirmó categóricamente: “estamos en guerra”. Quizás algunos de esos Otros tomen forma al volverse parte de ese nosotros que está en guerra.
En esta amarga realidad advertimos que como un reloj inútil, un mundo dejó de funcionar. Quedó atrás un tiempo estéril y estamos paralizados en medio de la nada. Los habitantes del mundo que solo observan esta barbarie son una especie de tristeza atascada en el tiempo, y una niebla espectral domina los días.
Basta leer y escuchar las noticias que vienen de Francia, y la solidaridad incluso en las redes sociales, para comprobar que estamos más cerca de la mueca que del acto de sonreír. Lamentamos sin parar una plenitud que jamás tuvimos.
El terrorismo es una antología de la impotencia colectiva: aparte de la frustración y el resentimiento, el mundo es un infierno disfrazado de paraíso perdido, y varias expresiones acuñadas de todo el planeta resumen los rituales de este panorama desolador en el que más que revelaciones, solo se anuncian más guerras. El escenario de los sitios en conflicto comienza a salpicar violencia. La posibilidad del diálogo asoma trunca.
Los países vecinos estornudan y nosotros nos resfriamos. Las guerras que se libran en territorios fuera de nuestras fronteras nos incomodan y frenan las pocas ilusiones, producto del amargo antihéroe que basa su filosofía en fanatismos y dogmas, haciéndose un harakiri frente a un horizonte gris.
Dados los términos imperantes, no tenemos solución alguna, salvo reinventarnos, inventar un nuevo mundo posible para el planeta. Se expresa que del propio mal sale la vacuna. Veamos entonces los rostros de tanta gente inocente asesinada, y asumamos eso como un espejo donde nuestra propia deformidad emite señales negativas, gemidos de agonía. Existen intervenciones de especialistas donde el nombre de la paz va y viene con aire compungido. Uno es tan indolente que anda así, recitando la letra de aquel tango que dice: “el mundo es y será una porquería”.
No obstante, convendría que recuperamos el contacto con la naturaleza y la capacidad de hacer que de la tierra salga nuestro propio pan y donde la existencia se asuma como una celebración, no como un castigo, donde el hombre y la mujer cultiven la ternura y la visión profética, donde nazcan nuevos niños para los cuales será preciso crear escuelas que enseñen el arte de vivir, en vez del terrorismo que hoy gotea sin parar como una baba caníbal.