En la recta final de las elecciones gringas se estrenó —a nivel mundial— una película biográfica de Donald Trump. El filme The Apprentice-El Aprendiz ha pasado sin pena ni gloria por nuestra cartelera. ¿Fue esto una casualidad? En política, nada lo es. El Aprendiz narra la carrera de Trump como exitoso/tramposo empresario inmobiliario en las décadas del 70 y 80 del siglo pasado.
La “peli” dirigida por el iraní/danés Ali Abbasi es una hagiografía. Y esto tampoco es una casualidad. Es una operación de limpieza, de glamourización de un personaje patético/siniestro. El expresidente es retratado como un audaz y visionario empresario capaz de todo, incluso de salvar a su país del “infierno totalitario”. Trump cree fervientemente en los genes y el destino; cree que ha nacido para una misión.
El Aprendiz no se ruboriza en pintar al personaje como misógino, homófobo y racista; como esperpento. Eso da votos. Y si no, miren a Milei. No se averguenza en exhibir su ideario resumido en tres reglas: ataca, ataca, ataca; no admitas nada/niega todo; nunca jamás aceptes una derrota/afirma tu victoria. La verdad es lo que uno/Trump dice.
Estas “simples” creencias —dignas de novelas distópicas de Orwell y de la propaganda nazi de Goebbels— son transmitidas por el otro gran personaje del filme: el abogado anticomunista y homófobo Roy Cohn, el verdadero padre político de Trump. Nota mental: Cohn murió de sida en 1986.
Por la hagiografía también pululan secundarios como su padre Fred que cree que no es racista porque tiene un chofer negro; su hermano, abandonado por todos por ser un piloto “looser”; su esposa Melania, víctima de abusos sexuales y violencia; y un Andy Warhol convertido al “trumpismo” soltando aquello de “ganar dinero es un arte”. El filme (y su vida) es una oda a la corrupción; un canto a la avaricia/codicia.
El Aprendiz es también un brutal retrato de una sociedad y un país podrido, de un imperio que se cae a pedazos. “Somos una nación de hombres, no de leyes, no existe ni el bien ni el mal; somos una ficción, una construcción; no hay moral, solo sirve ganar, ganar, ganar”. No son palabras de Trump, son palabras de Roy Cohn, que el ¿próximo? presidente de Estados Unidos hace suyas.
Trump se ve a sí mismo como un purasangre amoral. Crea su propia realidad. Se hace amigo del empresario mediático Murdoch y de él roba (otra vez) una frase: “Hay que mantener siempre tu nombre en los medios”. Inspira/provoca miedo. Para Trump existe dos tipos de personas en el mundo: los “killers” (asesinos) y los perdedores. Para Trump, asesino es sinónimo de ganador.
La película dibuja también sus obsesiones personales: la apariencia física y la vejez. En eso se parece a otros millonarios, como Marcelo Claure. “Envejecer apesta” llega a decir. Las operaciones de cirugía estética y otras técnicas carísimas para parecer “eternamente joven” atraviesan el modo de vida de una elite de opulentos consumida por esa paranoia/neura. Pobrecitos.
“Todos quieren ser ricos y que se la chupen”, llega a decir, el personaje Trump “¿Te imaginas tener sexo oral en el Air Force One?”. Así es y así gusta de ser retratado el (posiblemente) próximo presidente del país que lidera el “mundo libre”.
The Apprentice no es una comedia ni una farsa. Está rodada/pensada como un documental; de ahí su peligrosidad. Como cine, es una película/producto mediocre y decepcionante; repleto de caricaturas narcisistas cuyo fin/objetivo político es algo más elevado/sutil. Es definitivamente cine menor.
Solo se salvan las dos salvajes interpretaciones actorales de Sebastian Stan y Jeremy Strong (como Trump y su “abogado del diablo” en duelo actoral). El segundo es candidato seguro para el Óscar a actor secundario. En eso (la brillante dupla interpretativa), la película se parece a Mano Propia.
The Apprentice exhibe un descaro ambivalente (juega a ser imparcial y/o crítico pero su evidente efecto banalizante del mal lo tapa todo). Es una oda a un idiota. Un idiota peligroso, como todos los idiotas.
*Ricardo Bajo hace crítica de cine y teatro