l independentismo catalán se sustenta en unas afirmaciones rotundas y repetidas a menudo. Van desde las creencias históricas (en 1714 hubo una guerra de secesión que acabó con Cataluña sojuzgada) hasta las económicas (España nos roba, fuera de España seríamos más ricos). Todas ellas son falsas. El PAÍS recoge y analiza hasta 10 de estos mitos y falsedades que no se sostienen con un estudio pormenorizado. No es cierto, por ejemplo, y así está reflejado en los tratados europeos, que una Cataluña independiente ingresaría automáticamente en la Unión Europea. Al contrario: debería recorrer un periplo institucional e internacional complejo y azaroso, con la ONU de por medio como etapa. Tampoco es cierto que el Estado de las Autonomías haya fracasado, que votar siempre sea democrático (las dictaduras también organizaron referendos) o que la consulta convocada para el 1 de octubre sea legal (es ilegal por su contenido, por su tramitación en el Parlamento catalán y conculca además disposiciones de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa). Asímismo, no es cierto que Cataluña pueda separarse legalmente de España apelando al derecho de autodeterminación, ya que ese derecho se reserva a “pueblos sometidos a dominación colonial”. Tampoco es verdad que la Constitución votada en 1978 sea “hostil a los catalanes”.
El relato independentista sostiene, basándose en la vieja historiografía romántica, que la guerra de sucesión española de principios del siglo XVIII fue una guerra de secesión, de independencia de Cataluña respecto de España. Un pueblo independiente y democrático, dice, “fue conquistado y sus libertades abolidas”. Al contrario que el pueblo estadounidense, que en 1773 se liberó del yugo colonial británico, Cataluña fue sometida, afirma (Give Catalonia its freedom to vote, The Independent, 10/10/2014).
No fue así. Al morir Carlos II El Hechizado (1700) sin descendencia directa, se desató una batalla europea por hacerse con la Corona de España. Los dos grandes candidatos eran Felipe V de Borbón (nieto de Luis XIV de Francia) y el archiduque Carlos de Austria. Los Borbones pretendían la hegemonía continental, aliando a España con Francia. Los austracistas contaban con el apoyo de Inglaterra —siempre aterrada ante un excesivo poder de una sola nación en el continente—, secundada por los Países Bajos.
Lo que pronto sería una cruenta guerra de monarquías también lo fue de proyectos: el librecambismo anglo-holandés frente al proteccionismo fisiócrata francés; la burguesía mercantil frente a la alianza de las aristocracias agrícola y cortesana; el vago proto-confederalismo de Viena frente a la centralización absolutista heredera del rey Sol; las periferias versus el centro de Europa.
Estas líneas divisorias acabaron encontrando partidarios, fieles y servidores en distintos lugares de la Península. Aunque fueron alianzas efímeras y variables, el reino de Castilla sintonizó más con el envite francés; el Principado de Cataluña, más mercantil, con las incitaciones austracistas.
Pero, al inicio, los catalanes acogieron al Borbón con entusiasmo, como ha historiado el gran especialista del momento, Joaquim Albareda (La guerra de sucessió i l’Onze de setembre, Empúries; y Política, economia i guerra, Barcelona 1700, Colecció La Ciutat del Born).
En efecto, ante las Cortes catalanas, reunidas en 1701 por vez primera desde 1599, ¡hacía un siglo! (lo que indica que el sistema funcionaba a poco gas), Felipe juró las Constituciones supervivientes de la Edad Media. Y otorgó un puerto franco a Barcelona, licencia para dos barcos anuales a América y otras libertades comerciales.
Pero, empujados por el síndrome antifrancés desde la reciente y frustrante anexión a Francia (entre 1640, cuando el incompetente canónigo/president Pau Claris entregó el Principado a Luis XIII, y 1652, cuando, desengañados de París, los catalanes volvieron a la Corona hispánica); por la invasión de manufacturas galas y por algunas medidas despóticas del virrey, cambiaron de bando y se entregaron al archiduque, que les abandonó para ir a Viena y coronarse emperador.
Se había desatado una guerra internacional doblada de guerra civil: francófilos contra austracistas. Y una guerra civil dentro de la guerra civil: las clases industriales e ilustradas, con los Borbones desde Mataró; los componentes más humildes de los gremios, formando la Coronela, una milicia austracista derrotada y pasada a fuego, en Barcelona.
No fue pues una guerra de una nación contra otra, ni de independencia, ni de secesión, ni patriótica, sino que las leyes y Constituciones catalanas antiguas se usaron por ambos bandos como reclamo, lema, anzuelo o coartada cambiante. Trajo desastres, pero no destruyó el Principado. El final de la guerra catapultó a Cataluña a la revolución económica: primero agrícola-mercantil y luego proto-industrial, como asegura el maestro Pierre Vilar en Catalunya en l’Espanya moderna (Ediciones 62).
Los independentistas sostienen que hay que superar la Constitución de 1978 porque es “hostil a los catalanes”. Y pretenden derogarla basándose en los 1,9 millones de votos a partidos independentistas (Junts pel Sí y la CUP) en las elecciones autonómicas (planteadas como plebiscitarias) de 2015: un 47,7% de los votantes. Pero la Constitución fue apoyada por 2,7 millones de catalanes, el 91,09% de los votantes en el referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978 (¡cerca del doble de los secesionistas de 2015!), dos puntos por encima de la media; la rechazaron un 4,26%, frente al 7,89% de la media, con una participación del 67,91%. Fue, junto a Andalucía, la comunidad que más respaldo dio a la Constitución.
En 1978, andaluces y catalanes fueron los que más apoyaron la Constitución
Roca y Solé Tura tuvieron un papel clave para configurar las autonomías
Resulta pues obvio que la superación del marco constitucional actual requeriría, al menos, una mayoría concurrente equivalente a la de entonces.
Lo cierto es que la Constitución de 1978 no es la de un “Estado hostil” a los catalanes. Su organización autonómica no es una pantalla pasada, contra lo que pretende el secesionismo, sino una Constitución típica de un Estado profundamente descentralizado.
Al contrario que Francia o Italia, muy centralizados, España diseñó su Constitución tomando como modelo a la República Federal de Alemania, por tanto, en clave federal. Así, el artículo 2 “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.
A la Constitución se la conoce como la de los catalanes, por la influencia directa de los constituyentes Miquel Roca Junyent y Jordi Solé Tura, y la indirecta a través de los equipos de trabajo de otros de sus colegas (centristas y socialistas). Y porque su concepción y organización autonómica (Título VIII, concepto de “nacionalidades”) es tributaria tanto del empuje autonomista de la Cataluña del momento como del registrado en los años 30, plasmado en la Constitución republicana de 1931 y en el Estatut de 1932, que en buena medida inspiraron los textos de 1978 y 1979.
El que ahora algunos denominan despreciativamente “régimen de 1978” fundado sobre esa Constitución posibilitó una inédita (e históricamente excepcional) participación de los catalanes en la orientación de la política española, con su activa presencia en el Congreso y el Senado e innumerables organismos públicos.
Lo hicieron sobre todo a través de sus partidos mayoritarios: los socialistas del PSC protagonizaron desde 1982 un notable desembarco en los Gobiernos de Felipe González; los nacionalistas (de CiU), entonces moderados, completaron casi todas las mayorías parlamentarias, votaron casi todas las leyes importantes y condicionaron a todos los Gobiernos, del PSOE y del PP.
Los independentistas dicen que los casi 40 años de autogobierno muestran su fracaso, que hay un proceso de “ahogo” de la autonomía y de recentralización y que, por tanto, hay que superar la autonomía e ir a la independencia.
En el desarrollo de la Constitución, el Estatut de 1979 (y su despliegue) estableció un sistema de autogobierno sin parangón en la historia de España. La oficialidad y el uso vehicular del idioma catalán permitieron su notable recuperación; se avanzó en la corresponsabilidad fiscal y en la recaudación de impuestos (pese a que el nacionalismo había rechazado al inicio de la democracia el sistema de concierto); se administraron las competencias básicas del Estado del bienestar (sanidad y educación), que fueron ampliándose a otras (prisiones, policía).
Y el aún más descentralizador Estatut de 2006 todavía profundizó en ese autogobierno. Incluso pese a que el Tribunal Constitucional lo recortó notablemente, en una polémica sentencia (2010) sobre un recurso del PP que marcó un antes y un después en la percepción sobre el (obstaculizado) encaje de lo catalán en lo español y sobre la (crecientemente radicalizada) política nacionalista, que consideró roto el subyacente pacto constitucional.
Logros: oficialidad del catalán, ampliación de competencias, cesión de impuestos
Los nacionalistas de CiU condicionaron a todos los Ejecutivos, del PSOE y del PP
Aunque algunos de quienes más dicen lamentar lo que consideran la pérdida del Estatut, como Esquerra Republicana, habían hecho campaña en contra y habían pedido el voto negativo en el referéndum de 2006.
En cualquier caso, el tamaño del desengaño y la desafección fue superior al de la poda hecha en el texto: supresión de un artículo e incisos en otros 13 (sobre un total de 238) y reinterpretación de muchos otros. Pero su alcance cualitativo fue superior al cuantitativo: se descabezó la pretendida desconcentración del poder judicial y se laminaron competencias financieras importantes, así como aspectos simbólicos. En Cataluña se recibió lógicamente como un agravio que la legitimidad del tribunal primase sobre la voluntad popular ya expresada en el Congreso y en el referéndum previo a la sentencia.
Pese a esos reveses y a una panoplia de leyes recentralizadoras introducidas desde 2012 por el PP, el nivel de autogobierno alcanzado y consolidado en toda España (y singularmente en Cataluña) no constituye pues ni pantalla pasada ni motivo para pasarla. Al revés, incluso aunque pueda mejorarse, resulta formidable en términos comparativos internacionales: España es el séptimo país de la OCDE según el baremo del poder fiscal descentralizado; y el primero en intensidad de su descentralización entre 1995 y 2004 (Fiscal federalism, OECD, 2016).
España es una democracia avanzada que goza del máximo grado de libertades y respeto por los derechos individuales y colectivos. Así lo certifican todas las instituciones internacionales de las que el país es parte así como todos los centros de estudios dedicados a evaluar la calidad de la democracia de los Estados.
Internamente, el Estado de derecho y la división de poderes están garantizados por los tribunales. Internacionalmente, España es signataria de todas las convenciones sobre derechos humanos y libertades políticas y civiles del sistema de Naciones Unidas, miembro del Consejo de Europa y sus convenios de protección de derechos. También es miembro de la Unión Europea y firmante de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE.
El autogobierno puede mejorarse en España, pero es ya formidable
‘The Economist’ da a España un 8,3 sobre 10 en su índice sobre democracia
Toda la legislación nacional y las sentencias de sus tribunales están sometidas a los tribunales de Estrasburgo (Consejo de Europa) y Luxemburgo (Tribunal de Justicia de la UE). Como demuestran los casos de Hungría y Polonia, los Estados de la UE están sometidos a un estricto régimen de vigilancia por parte de las instituciones europeas para detectar cualquier desviación de poder, violación de derechos o ataque a las libertades o la separación de poderes.
Ni el Gobierno de la Generalitat ni ninguna entidad independentista ha recurrido a ninguna de estas instancias internacionales para denunciar ninguna violación de derechos ni el Estado español ha sido apercibido o condenado, dentro o fuera del país, por este tipo de hechos.
Freedom House concede a España la máxima puntuación en derechos políticos y civiles: 95/100, la misma que, por ejemplo, a Alemania. El Economist le otorga un 8,3 sobre 10 en su índice sobre democracia, un valor situado entre Francia (7,92) y Alemania (8,6). El Proyecto Politi IV, que mide el autoritarismo y la evolución de la democracia, sitúa a España en el máximo de democracia (10) desde 1982.
Más: en su informe de 2017 sobre derechos humanos, la organización Human Rights Watch ni hace mención a la presunta supresión de derechos en Cataluña ni menciona siquiera a Cataluña como un asunto específico.
Y aunque el Alto Comisionado de la OSCE para los Derechos de las Minorías, en su último informe sobre España, advirtió solo sobre la integración de los gitanos, ni en ese texto ni en su informe sobre derechos lingüísticos hizo ninguna mención condenatoria a España.
Esta falsedad la puso en circulación la Generalitat de Artur Mas en 2012, al publicar un cálculo según el cual Cataluña estaría aportando 16.409 millones de euros al presupuesto común. El supuesto robo del 8,4% del PIB de Cataluña fue difundido por el expresidente Jordi Pujol: “Pagar en torno al 9% de su PIB por concepto de solidaridad, y con frecuencia más, se convierte en un expolio que perjudica gravemente a Cataluña y su gente”.
Ese cálculo es un desatino. El estudio nacionalista que en 1994 lanzó el concepto de “expolio” calculaba la balanza en el 7,56% del PIB, de los cuales la aportación a la solidaridad interregional justificaba 2,44 puntos. El trabajo, de Jordi Pons y Ramon Tremosa, cifraba pues el exceso de déficit en algo más de cinco puntos, no ya de nueve. Cifras menos lejanas a los déficits fiscales de los territorios más prósperos en los países federales, en torno al 3,85%.
En realidad, los nacionalistas catalanes defendieron en su propuesta de pacto fiscal de modelo a la vasca corregido (“concierto solidario”) una cuota de solidaridad del 4% del PIB (rebajada al 2% en algunas versiones), con lo cual el déficit fiscal excesivo no sería de ocho puntos, sino de cuatro. Pero la doble cifra tótem de 16.409 millones de euros (8,4% del PIB) fue la que se empleó para la propaganda. Y recibió muchas críticas, por desmesurada, ya que se estimó según uno de los dos métodos (y seis variantes) de cálculo científico de las balanzas (“flujo monetario”: territorio donde se produce el gasto público), menos indicado que su alternativa (“beneficio” a cada población, independientemente del lugar del gasto).
El economista Antoni Zabalza distinguió entre los ciclos económicos. En el libro Economia d’una Espanya plurinacional, calculó que si en tiempos de bonanza el déficit catalán oscilaba en torno al 8%, en fases de crisis era muy inferior o se convertía incluso en superávit. En parecida línea, Josep Borrell y Joan Llorach, en su libro Las cuentas y los cuentos de la independencia, recogían una estimación de la Generalitat según la cual el desbalance para Cataluña alcanzaría en 2015 solamente 3.228 millones de euros: esto es, solo un 1,6% de su PIB.
Así que tras haberse convertido en “verdad oficial del procés”, el fervor sobre el mito de los 16.460 millones perdidos se fue mitigando en el ámbito de mayor cultura económica.
En realidad, hay un cierto consenso en que Cataluña contribuye según sus capacidades y riqueza lo que le corresponde; pero recibe mucha menor inversión que la adecuada para el peso de su PIB y de su población en ambos parámetros globales: de 2011 a 2015 la inversión estatal presupuestada para toda España bajó un 36,6%, por un 57,9% en Cataluña; y la ejecutada fue aún mucho peor. Esta es una de las vías aptas para corregir las disfunciones —que no expolio—, de la situación actual. En cualquier caso, las balanzas oficiales del Gobierno para 2014 indicaban que Cataluña no era la primera comunidad contribuyente neta (déficit fiscal de 9.892 millones, el 5,02% del PIB) sino la segunda, tras Madrid (19.205 millones negativos, un 9,8% de su PIB).
Siempre que esos niveles de desbalance no estrangulen el crecimiento de los territorios más prósperos, su mayor contribución neta deriva del principio de progresividad (a mayor riqueza, más fiscalidad), como pasa con los individuos.
Además, el déficit fiscal compensa su superávit comercial (la ocupación industrial de las regiones menos desarrolladas): así ocurre en la UE, entre Norte y Sur. Cuando los “contribuyentes netos” europeos se han rebelado y han exigido pagar menos al presupuesto común, las autoridades catalanas no han hecho causa común con ellos. ¡Se trata de lo mismo!
La tesis de que los catalanes en solitario serían más ricos tiene mucho de ensoñación.
Cierto que ya conforman, con Madrid, País Vasco y Baleares, una de las comunidades españolas más prósperas.
Cierto también que han mantenido y aumentado su nivel comparativo europeo —en términos de prosperidad, medida en PIB per cápita— con regiones muy avanzadas, como la francesa Rhône-Alpes, la italiana Lombardía y la alemana Baden-Wurtemberg, con las que conforman el cuarteto conocido como “los cuatro motores”.
Y cierto que, por lo menos hasta el inicio de la Gran Recesión, se defendieron mejor que estas. Lo hicieron, significativamente, formando parte de España, de la economía española, de eso que el secesionismo denomina el Estado español, al que considera un Estado ajeno, enemigo u hostil: en su seno, Cataluña no ha dejado de progresar.
El caso es que la versión radicalizada del nacionalismo pinta un escenario rosa en caso de separación, ignorando o minimizando los costes directos de la misma. Amén de los indirectos: la pérdida de las sinergias económicas y los estímulos intelectuales obtenidos por pertenecer al amplio espacio económico europeo, líder mundial en comercio, ayuda al desarrollo y modelo social avanzado.
Así, los publicistas secesionistas propagan que, con la independencia, Cataluña sería mucho más rica que actualmente. Aumentaría su PIB y su empleo, y mejoraría su capacidad de endeudamiento, las pensiones y los servicios sociales.
Lo sostiene, aunque con un abanico muy amplio de escenarios y cifras concretas, un grupo de economistas (Colectivo Wilson); bastantes de los autores del libro Preguntes i respostes sobre l'impacte econòmic de la independència (Col.legi d’Economistes, 2014), y el número 2016/1 de la Revista de Catalunya.
No sería viable mantenerse en el euro: para ello hay que estar en la UE
No hay “mandato” para una consulta: no estaba en el programa electoral
Para que un referéndum sea democrático debe respetar la ley
Frente a esta posición, un escenario negro. El Ministerio de Economía asegura que la secesión reduciría el PIB entre un 25% y un 30%, hasta 63.000 millones de euros. Un estudio del Ministerio de Exteriores menos trágico cifra el impacto negativo para Cataluña en 36.999 millones, cerca del 19% de su PIB (Consecuencias económicas de una hipotética independencia de Cataluña, 17/2/2014).
Entre un escenario glorioso y otro catastrófico, los datos y estudios comparativos indican que Cataluña afrontaría una fortísima crisis (que afectaría también al conjunto de España), probablemente cercana a la causada por la Gran Recesión, que redujo entre 2008 y 2013 la riqueza española, medida en PIB, en un 9,2% entre 2008 y 2013.
Algunas comparaciones internacionales pueden ofrecernos pistas, aunque sus contextos difieran. Ciñéndose solamente al impacto en el PIB de la reducción y encarecimiento del comercio interno, el quinto estudio oficial británico sobre la independencia de Escocia calcula que esta perdería un 4% de su PIB, lo que traducido al tamaño catalán equivaldría a perder el 3%, reconoce la Revista de Catalunya.
El precedente de la partición de Checoslovaquia (1993) prohíbe minimizar el revés comercial de las rupturas (incluso pactadas, como fue aquella). Desde entonces hasta 2011 las exportaciones checas a Eslovaquia bajaron del 22% al 9% y las de sentido inverso, del 42% al 15% (La fábrica de España, EL PAÍS, 22/11/2012). Y la separación de Eslovenia retrajo sus exportaciones totales un 23,5% en 1992, y un 5,5% su PIB, según un estudio de la Cámara de Barcelona (El sector empresarial a Catalunya i Espanya, 5/6/2014).
Ese trabajo, menos militante que los oficialistas, calcula que, solo por el efecto de la caída del comercio, el PIB catalán podría reducirse hasta el 5,7% (y un mínimo del 1,1%), mientras que el perjuicio de la secesión catalana para el resto de España alcanzaría un signo negativo máximo del 1,4%.
Entre otras razones, porque la dependencia de las exportaciones de Cataluña al mercado español (que ella tanto contribuyó a crear), cercanas a un tercio de su total, es muy superior a la inversa; y porque su saldo positivo (22.685 millones en 2011) compensa el saldo negativo de la balanza comercial catalana con el extranjero (15.325 millones).
Claro está que un impacto adverso de 5,7 puntos (o de 3 puntos en la comparativa con Escocia) no es equiparable a los nueve puntos perdidos por la economía española durante la Gran Recesión.
Pero, atención, esas cifras se circunscriben a los estrictos efectos de la evolución comercial, el elemento hasta ahora más explorado. Y, además, en el caso catalán las estimaciones se remiten a un escenario de una separación idílica, sin interrumpir su adscripción a la UE, algo denegado por los Tratados y por las autoridades comunitarias.
Queda pues por añadir otros flujos adversos: de inversión exterior (hasta ahora positiva), de turismo, de facilidad de endeudamiento exterior, y la mencionada pérdida de los efectos positivos de la pertenencia a un gran espacio económico integrado. Cataluña podría pues ser económicamente viable por sí sola (lo es Uruguay). Pero lejos de convertirse en un paraíso inmediato —quizá también de un infierno letal—, se abocaría a un azaroso y dramático purgatorio.
Es falso que, contra lo que sustenta la suspendida ley del referéndum en su exposición de motivos, Cataluña tenga el “derecho imprescriptible e inalienable a la autodeterminación” (y, más aún, en un sentido “favorable a la independencia”), que habría sido reconocido por el derecho internacional. Sucede lo contrario.
La normativa de Naciones Unidas (Carta fundacional de 1945, resoluciones 1514 y 2625 de la Asamblea General, Pacto Internacional de Derechos Civiles) reconoce el derecho de autodeterminación pero en sentido interno: como un derecho de los pueblos a que sus ciudadanos puedan realizarse políticamente, votar en elecciones democráticas y participar en las instituciones.
Solo en situaciones muy específicas este derecho a la autonomía dentro del Estado se puede convertir en autodeterminación externa, frente al Estado, y por tanto, a la secesión. Esas excepciones se circunscriben a la “situación particular de los pueblos sometidos a dominación colonial o a otras formas de dominación u ocupación extranjeras” (Resolución 50/6 de la ONU).
Pero, además, ese derecho es concurrente con el principio de “integridad de los Estados”. Es más, puede ceder la primacía ante este último porque el reconocimiento de la autodeterminación externa para “nada (…) autoriza o fomenta acción alguna encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial o política de Estados soberanos”: ¿qué Estados quedan protegidos de secesiones? Aquellos “que se conduzcan de conformidad con el principio de la igualdad de derechos (…) y estén, por tanto, dotados de un Gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio”, remata la 50/6. En resumen, las democracias.
Y en el caso que nos ocupa, la democracia española ha sido construida con la decisiva aportación de los catalanes (desde su participación en la ponencia de la Constitución de 1978); ha ofrecido cauce para que hayan participado en 38 convocatorias electorales de distinto nivel de gobernanza (local, autonómico, estatal y europeo, y en cuatro referendos legales, el de la Constitución, los de los Estatutos de 1979 y 2006 y el del Tratado Constitucional de la UE); y para que participen en las instituciones del Estado. No están sometidos a un yugo colonial, dictatorial ni militar.
En casos aún más excepcionales se habla de “secesión remedial”, como último remedio para cesar una masiva vulneración de los derechos humanos y las libertades democráticas. Pero estos casos extremos deben ser convalidados por el Consejo de Seguridad de la ONU, como ocurrió en Kosovo, que además respetó en su declaración de independencia el Marco Constitucional interno —con mayúsculas—, administrado bajo tutela de una misión de la ONU. Además de que su jefe recomendó específicamente la independencia de Kosovo respecto de Serbia al Consejo de Seguridad, lo que este aceptó.
La ONU reconoce la autodeterminación a las colonias y pueblos oprimidos
Los catalanes han votado en 38 ocasiones desde el fin de la dictadura
Ninguna Constitución europea reconoce el derecho a desgajarse
Otros Estados han surgido por sucesión o desintegración/implosión (de la URSS o de Yugoslavia), pero de ahí no se deriva un derecho genérico a la secesión. Escocia, Canadá y Montenegro han celebrado referendos de autodeterminación, pero conforme a su ordenamiento y con autorización del Gobierno central y del Parlamento, nunca de forma unilateral. El caso de Sudán del Sur es parecido.
La Constitución Española no contempla —como ninguna otra de Europa ni de prácticamente ningún país— el derecho de un territorio a desgajarse. Una modificación del statu quo requeriría una reforma constitucional por el procedimiento agravado, que exige entre otras cosas aprobación por mayoría de dos tercios en Congreso y Senado y que la reforma se apruebe en referéndum por todos los españoles. Existe, eso sí, la posibilidad de consultar directamente a los ciudadanos sobre “decisiones de especial trascendencia”, pero entonces el referéndum debe convocarlo el Gobierno, es solo consultivo y no vinculante y deben tener derecho a votar en él todos los españoles (art. 92 de la Constitución).
Además, la doctrina mayoritaria y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional exceptúan de la posibilidad de someter a referéndum todas las cuestiones que contradigan la unidad nacional e integridad territorial recogidas en el artículo 2. Referendos contrarios a normas constitucionales similares, como sucedió con las de Ucrania en el caso de la secesión de Crimea, han sido radicalmente desautorizados por el Consejo Europeo, la Asamblea General de la ONU y la Comisión de Venecia del Consejo de Europa.
No es cierto que una Cataluña independiente seguiría formando parte de la Unión Europea, como pretende el secesionismo.
Desde 2004, los sucesivos presidentes de la Comisión Europea (que es la guardiana e intérprete en primera instancia de los Tratados), Romano Prodi, Jose Manuel Durão Barroso y Jean-Claude Juncker, han sostenido idéntica tesis, con escasísimas variaciones en su formulación: “Si un territorio de un Estado miembro deja de ser parte de este Estado porque ese territorio se convierte en un Estado independiente, los Tratados no pueden seguir aplicándose a esa parte del territorio. Y la nueva región independiente se convierte, por efecto de su independencia, en un país tercero”. Ese nuevo Estado deberá “pedir nuevamente el ingreso” si desea ser miembro.
Esta definición deriva directamente de la textualidad del Tratado de la Unión Europea (TUE). Su artículo 52 menciona, uno por uno y por su nombre completo, los 28 Estados miembros de la Unión. No aparece el de Cataluña, de manera que su adscripción a la Europa comunitaria deriva del hecho de formar parte del Reino de España. No es que Cataluña se abocase a su expulsión del club comunitario; es que se autoexcluiría del mismo.
Pero, además, el TUE, en su título I (el de carácter más constitucional), obliga a todos en su artículo 1.2 a respetar el orden constitucional de cada Estado miembro y su integridad territorial, en los siguientes términos: “La Unión respetará la igualdad de los Estados miembros ante los Tratados, así como su identidad nacional, inherente a las estructuras constitucionales de éstos (...) y respetará las funciones esenciales del Estado, especialmente las que tiene por objeto garantizar su integridad territorial”. No es un asunto de legislación derivada, ni reglamentaria, ni opcional, sino de orden constitucional.
Así que, en caso de que Cataluña se constituyese en un Estado independiente y desease adherirse a la UE, ello no sería automático, sino que debería presentar su candidatura a tal efecto, según establece el artículo 49 del TUE, que debería ser validada por los 28 Estados miembros, incluida España, algo de suyo complicado, más aún si la separación fuese unilateral.
Pero para ser candidato deben cumplirse los dos requisitos básicos fijados por ese artículo. El primero es ser “un Estado europeo”; el segundo, ser “un Estado que respete los valores” democráticos proclamados en el artículo 2, como recordaba en un artículo del prestigioso exjurisconsulto del Consejo Europeo, Jean Claude Piris (Cataluña y la Unión Europea, EL PAíS, 29/8/2015).
En el supuesto de que esos valores se cumpliesen, habría que acreditar también que el país constituye “un Estado europeo”. Y para constituir un Estado hay que obtener el reconocimiento internacional. Como acabó reconociendo Artur Mas el pasado 25 de marzo, “si no te reconoce nadie, las independencias son un desastre”.
Si hubiese secesión, Cataluña saldría de la UE y debería pedir el reingreso
Todos los Estados miembros deberían aprobar su vuelta, incluido España
“Si no te reconoce nadie, la independencia es un desastre”, dijo Mas
Y la vía indiscutible para ese reconocimiento es la ONU, la pertenencia a la misma. Para que la ONU admita un nuevo Estado debe recomendarlo primero el Consejo de Seguridad (entre cuyos miembros permanentes con derecho a veto figura Francia, nada inclinada a favorecer rupturas territoriales y sensibilizada por cuestiones como la de Córcega o sus propios territorios catalanes); y luego aprobarlo la Asamblea General por una mayoría de dos tercios.
La minimización política de esos obstáculos aludiendo a la importancia capital de Cataluña para Europa y la imperiosa necesidad que esta tiene de aquella contrasta con el unanimismo de los Gobiernos e instituciones europeas en contra de la fragmentación; con la problemática que suscitaría el precedente de una secesión para muchos Estados miembros que experimentan tensiones centrífugas domésticas; y con el propio objetivo fundacional de la actual UE de reconciliar a los europeos sobre bases como el mantenimiento inalterado de las fronteras internas establecidas tras la Segunda Guerra Mundial.
Y frente al recurso a una pretendida “ampliación interna” relativa a la presunta conservación por los catalanes de su condición de ciudadanos europeos, la Comisión ha dejado bien establecido que solo las personas que tengan nacionalidad de un Estado miembro son ciudadanos de la UE, según el artículo 20 del TFUE (C(2022) 3689 final, 30/5/2012).
El premio de consolación sería la permanencia en el euro. “En cualquier caso, Cataluña va a estar en el euro… hay países que no están en la UE y tienen euro, Cataluña lo tendrá si quiere”, manifestó Mas en septiembre de 2013. No es así. Estar en el euro es formar parte de la unión monetaria, y en ella solo se admiten a los Estados miembros de la UE.
El sucedáneo sería emplear el euro: crear una moneda propia y pegarla a la europea, pero ese mecanismo, el currency board, exige un acuerdo previo por unanimidad (art. 219.1 del TUE) de los 28. Y aunque es el sistema usado por Mónaco, San Marino, el Vaticano y Andorra, “no es adecuado para las economías diversificadas”, según el FMI. Un sucedáneo del sucedáneo sería emplearlo sin acuerdo, lo que los expertos consideran contrario al Tratado. Y privaría también a las entidades bancarias de Cataluña del paraguas de financiación masiva que despliega el BCE, que en el mejor de los casos (contar con filiales en la eurozona) solo les podría adjudicar apoyos simbólicos, como los otorgados a las de terceros países.
La votación convocada para el 1 de octubre es legal, sostiene el Govern. Falso. Y su vicepresidente, Oriol Junqueras, riza el rizo añadiendo que el Código Penal no prohíbe votar. Es engañoso.
Para que una convocatoria electoral sea legal debe ampararse en la ley. Y la Constitución otorga la competencia exclusiva para llamar a referendos en asuntos “de especial trascendencia” a las Cortes y al Gobierno. El 1-O ha sido convocado de forma unilateral, por decreto de la Generalitat.
Las dos leyes de desconexión, la de referéndum, del 6 de septiembre, y la de “transitoriedad y fundacional” de la república catalana, de 8 de septiembre, son ilegales.
Lo son, primero, por cuestión de procedimiento. Fueron votadas en el Parlament sin la mayoría de dos tercios que exige el Estatut para su reforma, según su artículo 222 (y suponen mucho más que una mera reforma); en virtud de un cambio del Reglamento de la cámara que quebrantó los derechos de los diputados (y de los votantes); e incumpliendo un requisito esencial del procedimiento legislativo, la solicitud de dictamen previo al Consell de Garanties Estatutàries, el equivalente catalán del Tribunal Constitucional en el control de legalidad de las normas autonómicas.
Tras haber emitido varios dictámenes contrarios a distintas piezas normativas del procés (entre ellos sobre la propia reforma del reglamento parlamentario), el mismo 6 de septiembre, dicho Consell, reunido de urgencia en pleno, emitió un acuerdo remitido a la Cámara recordando “el carácter preceptivo” de su dictamen, que la Mesa ignoró. Defecto de forma que es de fondo, al anular garantías imprescindibles en el proceso de elaboración de una ley. Un aviso de ilegalidad concomitante fue emitido por los letrados de la Cámara.
Además, la ley del referéndum es ilegal por su contenido. Una ley ordinaria no puede autoproclamar (artículo 3.2) que “prevalece jerárquicamente” sobre el Estatut y la Constitución; no puede contradecir a la Constitución (artículo 92: competencia estatal y carácter consultivo de los referendos); y no puede establecer (artículo 19) una autoridad electoral —la Sindicatura— por mayoría absoluta, cuando una ley electoral exige mayoría reforzada de dos tercios (artículo 56 del Estatut).
Y conculca las principales disposiciones de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa: disponer de una normativa electoral desde un año antes, sin cambiarla (ha sido menos de un mes); entablar previamente “serias negociaciones entre todos los actores”; prohibir “el uso de fondos públicos por parte de las autoridades con fines de campaña” (lo que viola la radiotelevisión oficial).
En cuanto a la ley de transitoriedad, se trata de un texto con pretensión de Constitución interina que entraría en vigor a los dos días de celebrado el referéndum (presunción de hechos consumados) y sin haberse votado en un referéndum constituyente: “Cataluña se constituye en una República” (artículo 1); la “soberanía nacional radica en el pueblo de Cataluña” (artículo 2); y “mientras no se apruebe la Constitución de la República, esta ley es la norma suprema del ordenamiento jurídico catalán” (artículo 3).
La norma dibuja y prefigura un Estado autoritario que acabaría con el Estado de derecho, pues cancela la separación de poderes y la independencia del poder judicial: el presidente del Tribunal Supremo sería elegido por el presidente de la República (y primer ministro); y todos los cargos judiciales, por una comisión mixta en la que el Gobierno dispondría de mayoría absoluta, erosionando el derecho fundamental de los ciudadanos a la tutela judicial (artículo 65 y siguientes), en sintonía con la evolución dictatorial de Polonia. Y el próximo Parlament, que en teoría tendría funciones constituyentes, carecería de ellas pues debería obedecer un mandato previo vinculante dictado por un “proceso de participación ciudadana” (artículo 85 y siguientes) previsiblemente hegemonizado por las entidades de agitación soberanista.
La ley catalana del 1-O se pretende superior al Estatut y la Constitución
Italia y Alemania acaban de negar la posibilidad de ese tipo de votaciones
“No hay espacio para aspiraciones secesionistas”, ha dicho el TC alemán
Estas leyes, suspendidas por el Constitucional, exhiben una ilegalidad de origen por cuanto derivan de otras anteriores, anuladas por el mismo, siempre por unanimidad. Así, la Sentencia del TC STC 42/2014 (25 de marzo) anuló la resolución parlamentaria 5/X (23 de enero de 2013) que aprobó la soberanía de Cataluña: porque el soberano es el pueblo español de manera “exclusiva e indivisible” (artículo 1.2 de la Constitución).
En la STC 103/2008 de 11 de septiembre estableció que si la pregunta del referéndum afectaba al orden constitucional, el único referéndum posible es el previsto en los procedimientos de reforma de la Constitución. La STC 31/2015 de 25 de febrero insistió en ello. De manera que “ni la Generalitat ni el Estado pueden convocar un referéndum o una consulta popular que pueda afectar al orden constitucional”, como lo sería “preguntar sobre la independencia de Cataluña”, como ha escrito el letrado mayor del Parlament, Antoni Bayona. La más reciente STC del 10 de mayo de 2017 abunda en ello.
La STC 259/2015, del 2 de diciembre, declaró inconstitucional la resolución 1/XI del Parlament, de 9 de noviembre de 2015, en que este reclamaba un Estado catalán independiente, proponía leyes de desconexión y un “proceso constituyente no subordinado”, sin supeditarse a las resoluciones del propio TC. El tribunal rechazó ese texto como un “acto fundacional” del proceso de independencia y estableció que en un Estado democrático no pueden contraponerse legitimidad democrática y legalidad constitucional.
Una panoplia de resoluciones derivadas (como interlocutorias) del TC desarrolla y detalla esa doctrina en cada paso que se ha imprimido al procés soberanista: de manera que el marco normativo del referéndum es ilegal a los ojos de la ley, y también de la jurisprudencia.
Adicionalmente, el Código Penal es obvio que no prohíbe votar, pero sí castiga la desobediencia, la prevaricación y la malversación de fondos en procesos electorales que hayan sido legalmente prohibidos.
“Referéndum es democracia”, es el principal lema de la campaña secesionista para el 1-O, que se despliega con diversas variantes.
Formulado así, sin matices, el principio es equívoco y por tanto induce al error. Es cierto que las consultas referendarias como mecanismo de “democracia directa” pueden constituir un buen complemento de la democracia representativa. Y así sucede frecuentemente en algunos países muy concretos, de pequeña dimensión, vida política local muy intensa y gran tradición (constitucionalizada) en votaciones sobre cualquier asunto, como Suiza.
Pero también los referendos han sido empleados por las peores dictaduras. Los ocupantes nazis de Austria hicieron ratificar el Anchluss (anexión) al Tercer Reich de Adolf Hitler por esa vía, el 10 de abril de 1938. Entre otros detalles, la casilla del sí duplicaba el tamaño de la del no. Resultado: 99,73% a favor.
El franquismo rubricó de igual forma su Ley Orgánica del Estado el 13 de diciembre de 1966, sin libertad para discrepar ni existencia de partidos ni de derecho democrático alguno. Resultado: 95% de votos favorables, que en algunas mesas electorales llegaron a superar el 100% de los electores (procedimiento conocido como pucherazo: añadir papeletas con un puchero).
Además, defender que la única solución al (muy mejorable) encaje de Cataluña en España es un referéndum de independencia carece de sentido: esta reivindicación no figuraba en el programa electoral de Junts pel Sí, el principal grupo secesionista (Convergència y Esquerra) para las elecciones plebiscitarias del 27-S, por considerar ya válida a todos los efectos la deficiente consulta del 9-N de 2014. No se votó entonces en favor de ese ni de ningún referéndum. No hay pues mandato electoral para su celebración, sino solo un intento de captar a ciudadanos votantes de otros partidos y partidarios de una consulta pactada (esta no lo es).
Para que un referéndum sea democrático debe celebrarse en un régimen democrático y ateniéndose al marco constitucional. “Celebrar un referéndum que es inconstitucional contraviene en todo caso los estándares europeos”, dictaminó el Consejo de Europa (Comisión de Venecia, que supervisa los referendos en el continente) en el caso del referéndum separatista de Crimea respecto de Ucrania (dictamen 762/2014).
Y es que el uso de referendos debe “cumplir con el sistema legal como un todo, especialmente las reglas de procedimiento (…)”. “Los referendos no pueden celebrarse si la Constitución o una ley conforme a ella no los autoriza”, obliga el Código de Buenas Prácticas del organismo (documento 371/2006). Y el artículo 2 de la Constitución de Ucrania establece que su soberanía “se extiende a su entero territorio”, que es “un Estado unitario” y que su frontera “es indivisible e inviolable”.
El presidente de la Comisión de Venecia advirtió el 2 de junio en carta al de la Generalitat que cualquier referéndum debía ser pactado con el Gobierno y llevarse “a cabo en pleno cumplimiento con la Constitución”, lo que en este caso no ocurre porque la (suspendida por el Constitucional) ley catalana del referéndum se sitúa por encima y al margen de la Constitución, y del Estatut.
Es falso asimismo que la exclusión del recurso a referéndum en asuntos de soberanía sea propio de “democracias de (presunta) baja calidad”, como alega el Govern. Todas las democracias avanzadas de la Europa continental excluyen asimismo la convocatoria de referendos de secesión. Los dos episodios más recientes al respecto son Italia y Alemania.
La Corte Costituzionale italiana (sentencia del 29/4/2015) dictaminó que la soberanía de todos sus ciudadanos “es un valor de la República unitaria que ninguna reforma puede cambiar sin destruir la propia identidad de Italia”. Y que atentar contra ese imperativo implica “subversiones institucionales radicalmente incompatibles con los principios fundamentales de unidad e indivisibilidad de la República”. Y ello porque “la unidad de la República es uno de los elementos tan esenciales del ordenamiento constitucional que está sustraído incluso al poder de revisión de la Constitución”. Una restricción que no opera en España, puesto que todos los artículos de su Constitución pueden reformarse.
En igual sentido y de forma mucho más escueta, ante una petición de referéndum independentista para Baviera, el Tribunal Constitucional alemán resolvió denegarla el 16 de diciembre de 2016 puesto que “no hay” ningún “espacio para aspiraciones secesionistas de un Estado federado en el marco de la Constitución: violan el orden constitucional”. Y es que en la República Federal, “como Estado nacional cuyo poder constituyente reside en el pueblo alemán, los Estados federados no son dueños de la Constitución”.
Así que los referendos de secesión no son democracia (europea).
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