Juana fue a la guerra, como Mambrú. Con ella fueron tres amigas enfermeras voluntarias de Roboré (Santa Cruz): Pablita, Estefanía y Margarita. Las cuatro volvieron del Chaco. O tal vez no. Tal vez sus “ajayus” se quedaron en el puesto militar avanzado del Fortín El Palmar o en el Pozo del Tigre, entre el río Parapetí y el Monte Lindo.
Mientras gran parte de las mujeres de las clases alta/media integraron organizaciones benéficas/deportivas que “ayudaban” desde las ciudades, las mujeres de las clases populares pusieron el cuerpo y formaron el gran núcleo de enfermería de la Sanidad Militar.
En todas las guerras pasa lo mismo: asisten/combaten/mueren los pobres (obreros e indígenas en el caso boliviano del 32). No habría tantas guerras si se alistaran/falleciesen los hijos de los ricos.
Juana Mendoza Pedraza, cochabambina de nacimiento y roboreña de corazón, estudió enfermería en Corumbá (Brasil) con el esfuerzo titánico de su padre y de su madre. Cuando los políticos y los militares llamaron a todos al frente, menos a los suyos, Juana se apuntó, rebosante de idealismo: quería ir a las cañadas para salvar vidas, no para matar. Y así lo hizo.
Confeccionó mosquiteros, repartió cientos de paquetes de cigarrillos/revistas que la Cruz Roja mandaba a los fortines, cosió heridas con pelo de cola de caballo, aplacó fiebres, detuvo infecciones, se ayudó con plantas medicinales de los “hombres transparentes”, los auténticos dueños del Chaco Boreal, los verdaderos olvidados de este lío.
Extrajo metralla, salvó muñones, armó camastros, corrió en medio de la balacera para rescatar heridos, escuchó las macabras amenazas/promesas de viles vejaciones de los francotiradores paraguayos. Pasó frío en la noche chaqueña, pasó calor en el sofoco del “infierno verde”; arena y sueños de agua.
Algunos maltrechos eran de su querido Roboré, como los hermanos Ramírez, pobres los siete hermanos igual que la enfermera Juana. Consoló moribundos, sanó almas, escuchó las últimas palabras de cientos de soldados. Se pegó a Radio Nacional para saber de padre y de madre. Leyó cartas que llegaban del oriente.
Luchó con pinza y bisturí y venció en cuerpos ajenos a la septicemia, al tétanos, a la gangrena y al tifus. Luchó con navaja y trozos de tul y perdió ante el paludismo, las miocarditis, las disenterías y las diarreas con sangre imparable. Su cuerpo fue víctima de la sed, arma más letal que la bala.
Escuchó el sonido de las bombas hasta el último día de su larga/nonagenaria vida. Vio morir a demasiados bolivianos. Así fue la silenciosa guerra de Juana Mendoza.
Los hospitales de sangre en el Chaco Boreal tenían poco de hospitales y mucho de sangre derramada de la forma más absurda. Quizás por eso se quiso olvidar la guerra; por arrepentimiento, por culpa, por remordimiento.
El hedor de la muerte y el olor a pólvora, azufre y carne quemada quedaron impregnados para siempre en las enfermeras, los médicos, los soldados/niños, los indígenas capturados/obligados, los obreros sacrificados, los estudiantes engañados.
El ruido de los camiones con muertos y moribundos llegando a las famélicas postas sanitarias y el zumbido de los trimotores despertarían a Juana por el resto de sus noches; la batalla seguía cada día. De esas pesadillas de tragedia y pérdida, nunca pudo despertar.
Así lo contó el colega/amigo Mauricio ‘Choco’ Carrasco en un excelente reportaje premiado en 2002; así lo cuenta ahora magistral y emotivamente en su libro Cada día, una batalla (editado de forma autodidacta en diciembre de 2024 y presentado el pasado 20 de enero en la Escuela de Gestión Pública Plurinacional).
Juana fue a la guerra, no sé supo nunca cuando volvió. Tal vez no regresó de aquella carnicería sin sentido, de aquella guerra inútil entre Bolivia y Paraguay, fogoneada por dos transnacionales petroleras (la Standard Oil norteamericana y la Royal Dutch Shell anglo-holandesa). Hilda Mundi/Laura Villanueva pintó así aquella estupidez: “Eran dos pigmeos alimentados por los residuos de la Europa Occidental que se desafiaron a muerte”.
Hace unos años, el corazón de Juana mandó a parar. Hasta la última noche se preguntó cómo pudo soportar tanto dolor. Arriba de su tumba hoy, sus anhelos idealistas descansan convertidos en ceniza. Es el fuego del olvido, un olvido que no se puede enterrar.
Su nombre, como los nombres de todas las enfermeras de todas las guerras, es solo un recuerdo; acaso un libro, apenas un titular de columna de periódico. Juana, Pablita, Estefanía y Margarita fueron olvidadas tras el armisticio. Nadie curó sus heridas. Bolivia quería/quiere olvidar pero todavía no lo consigue. [Ricardo Bajo]