El candidato subió, por vez primera en su edad adulta, a un motorizado de transporte privado, considerado público, por el hecho de transportar personas de un punto A, a un punto B, al que llegan, generalmente tarde. Esto, porque en ciudades con sistemas complejos como el clima y el tráfico vehicular, no se puede predecir, ni el frío, ni el tiempo que toma viajar de C a D. El candidato creyó que llegaría a tiempo, pero se topó con una marcha de una decena de jubilados a quienes por tetragésima vez, les robaron sus ahorros, en manos del Estado. Un jubilado tenía asma, el otro, una oreja menos, había una, porque también hay jubiladas, con un gato a cuestas y la lista de útiles del bisnieto, en la cartera. Una cuarta jubilada, portaba una pancarta que decía “Tomemos el asalto como cielo”. Claro todos, asaltados, sabían, desde antes de su estado causado por el Estado, que al final de la luz, hay siempre un túnel en el universo de los seres que no importan. El candidato pensó, que a esas gentes, habría que ponerlas a hacer algo útil, para seguir exprimiendo su sangre en favor de la sangre nueva de los familiares suyos. O, dejar que desaparezcan por inanición, por razonamientos ociosos, a los que Platón llamó “razón perezosa”, que conducen al fanatismo, al pensamiento tribal, la credulidad, las múltiples formas de las correcciones políticas; o por último, desaparecerlos por omisión y olvido. Al interior del vehículo, un niño pequeño miraba al candidato con obsesión, y al camarógrafo que filmaba al candidato y a la maquillista que tenía el dificultoso papel de hacer ver al protagonista, como una persona común y corriente, ya que en toda frase debía hacer notar que pertenecía a esa masa informe y sin grises, llamada pueblo, o con mayor sentido de pertenencia e identidad, “mi pueblo”. El niño tenía mocos y un tono sobreagudo que arruinaba cada toma dentro del vehículo. El candidato sugirió darle un dulce o un sopapo, lo que costara menos. Al pasar por fin el bloqueo jubiladoso, un nuevo obstáculo frenó la marcha. Otra marcha, de auto convocados denominados, por lo que se leía en sus carteles, los sin razón. El país, acostumbrado a que este grupo sea rotatorio y entren y salgan de él, como las aguas del eterno retorno, que ya había planteado Heráclito en el mundo pre socrático, los deja marchar, por las calles de la ciudad, por los ríos navegables, por los pasillos de las instituciones también sin razón, por las redes sociales, por el aire que se respira. El candidato comenzó a ponerse incómodo, nervioso, sediento de poder, sudoroso, ansioso, empoderado, catártico, sobre valorado, carcomido, calamitoso. Todo junto. Todo, menos propositivo. Le ofreció entonces al conductor, un puesto en el ministerio de la felicidad, si lograba sortear las dificultades de este viaje y las de la vida misma. El chofer, claro, aceptó sin dudar aunque sabía también, sin dudar, que no lo podría resolver. También tenía el razonamiento ocioso. Iba a aceptar, como tantos centenares, un trabajo para el cual no estaba preparado, pero, se sabe, esas cosas se aprenden sobre la marcha, y con frecuencia, en las marchas. El candidato, mientras ponía varias caras de circunstancia, una de preocupación, otra de sensatez, otra de indignación, otra de honradez, otra de comprometido. Siempre volvía, empero, a la original, de un poquito, casi un atisbo, una pizca, un toque, un detalle; de angurriento. ¡Corte!, la tenemos, dijo el camarógrafo. Al bajar y como era costumbre, olvidó la promesa al chofer y éste, ya tenía la ilusión de ser en el futuro, otro ser viviente del trabajo ajeno.
(*) Óscar García es compositor y escritor