Era mayo de 1968 y en París (…) los jóvenes descubrían ‘amar el amor’”. Así recordé en mi artículo 50 años de redescubierto ‘amar el amor’ (La Razón, 08/05/2018) cuando “la imaginación al poder” irradió desde la capital de Francia al mundo “un movimiento de estudiantes, trabajadores y minorías, unidos con protestas valóricas contra la autoridad y los prejuicios sociopolíticos, que se continuó en la experiencia de un socialismo menos dogmático y libre (…) de la Primavera de Praga”; el proyecto reformista de un “socialismo en libertad con rostro humano” generado desde el Partido Comunista de Checoslovaquia (KSC), encabezado por Alexander Dubček desde enero de 1968, que intentó democratizar el Estado, liberalizando el “socialismo real” impuesto por la ocupación soviética en 1945, reformando la economía (con fuertes dificultades a pesar de que antes fue una de las principales potencias industriales de Europa), y abriendo Checoslovaquia al mundo.
Con el Programa de Acción, el KSC legalizó en abril la existencia de múltiples partidos políticos y sindicatos independientes (aunque dentro del socialismo), liberó a los presos políticos y reconoció el derecho de huelga y la libertad religiosa. Pero antes, el 5 de marzo, precedieron estas reformas el final de la censura y la instauración de la libertad de prensa y expresión, las innovaciones más impactantes dentro y fuera del país.
Estas reformas despertaron el temor de la dirigencia soviética y de muchos de sus aliados, que presionaron fuertemente para frenarlas. La madrugada del 21 de agosto de 1968, a escasos ocho meses del inicio simbólico de la Primavera de Praga y solo cinco de la real, varios cientos de miles de soldados y más de 2.000 tanques del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia, bajo la Doctrina de Soberanía Limitada (doctrina Brézhnev), que ese mismo año propugnó que “cuando fuerzas hostiles internas y externas (…) atentan para cambiar el desarrollo de cualquier país socialista en la dirección del sistema capitalista (y) se produce una amenaza a la seguridad de la comunidad socialista, (la intervención) militar a un país hermano para poner fin a la amenaza al sistema socialista es (…) una inevitable medida” (Leonid Illich Brézhnev, 12/11/1968).
Más que la invasión a Hungría en 1956, la de Checoslovaquia llevó el desconcierto a los propios jóvenes invasores. Adoctrinados para pensar que iban a invadir Checoslovaquia “a pedido del pueblo” como “liberadores”, se encontraron con el rechazo mayoritario de la gente, a la que reprimieron cruentamente. La constatación de que era una invasión repudiada (como ocurrió también en Afganistán en 1979) fue, sin duda, el inicio del fin del imperialismo soviético, que terminó con la disolución de la URSS en noviembre de 1991.
Esto contrasta con la nostálgica conmemoración boliviano-podemita (más significativa que en Rusia) del centenario de la Revolución rusa. Los cerca de 100 millones de muertos en países comunistas (20 millones en la URSS) que mencionan S. Courtois, N. Werth, J. Gauck y A. Paczkowski en El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión (1997), citando archivos desclasificados de la KGB, la Stasi y otras fuentes oficiales; además de las amplias deportaciones y confinamientos practicadas fueron resultado de aquellos 100 años de sistema represivo, conmemorados, paradójicamente, gracias a nuestras democracias.
Concluyo con un homenaje al maestro de periodistas, hombre de fe y honor, y defensor de la libertad José Gramunt de Moragas, con quien tuve el honor de coincidir años en estas páginas. Amigo Pepe, mi oración por su alma y porque su ejemplo permanezca.