Un fantasma recorre el mundo: el fraude en las elecciones realizadas el último mes, denunciado por las facciones derrotadas. Todas las latitudes terrestres están contaminadas por ese virus más letal para la democracia que los perjuicios sufridos por la aparición simultánea del COVID-19. En efecto, los comicios realizados en Bielorrusia, donde el dictador recogió 80% de los votos, están siendo impugnados semanalmente por los opositores. Parecida resistencia, como dominó, ocurre en Georgia, en Moldavia, en Tanzania, en Costa de Marfil y finalmente en Bolivia. Sin embargo, asombra que la ola llegue a los Estados Unidos, cuyo sistema democrático parecía sólidamente consolidado en más de dos siglos de regular práctica. En todos los casos citados, con ciertas variaciones, los sistemas electorales se ajustan a algunas normas básicas: un ciudadano=un voto, que debe ser universal y secreto, controlado por jueces de reputación impecable y delegados de los partidos en pugna que pueden verificar todas las etapas del proceso.
Hoy en día, el avance de los medios electrónicos ha contribuido grandemente en la difícil tarea del conteo de los votos, pero también al surgimiento de dudas, a veces razonables. Empero, el grado de educación o sofisticación del electorado no garantiza la integridad de los resultados, como demuestra la reciente jornada electoral americana por cuanto la querella es la misma que en Costa de Marfil o en Moldavia. La excepción parece estar en el Caribe, pues Saint Vincent y Grenadines (población 110.000 habitantes) eligió a Ralph Gonzalvez por quinta vez, sin protesta alguna. Ese fenómeno confirma la tesis que sostengo en mi libro No hay democracia sin alternancia (Amazon, 2019) donde recapitulo la situación electoral en 195 países del mundo, entre los cuales en el 40% de estos se elige y reelige a los mandatarios de turno, siempre proclives a instaurar modalidades sospechosas para mantenerse en el poder. La tozudez de Trump, en no admitir su derrota, ratifica mis reflexiones. Mientras los autócratas tropicales reforman con remiendos cripto-legales las Constituciones para legitimar sus prórrogas, en la superpotencia americana, Trump apeló a las cortes para interrumpir el conteo, en la vana esperanza que su queja llegue a la Corte Suprema de Justicia que como en 2000 (caso Bush-Al Gore) podría concederle la victoria. Aquí y acullá la obsesión de retener el poder es una morbosa pulsión fatalmente irresistible.
¿Qué hacer? Quienes denuncian los fraudes reales o imaginarios, también objetan la neutralidad de los jueces locales llamados a dirimir los pleitos y en ciertos casos desconfían hasta de los informes externos de organismos regionales (caso Bolivia vs OEA, octubre 2019), susceptibles a inclinaciones ideológicas o geopolíticas de conveniencia coyuntural. Ante semejante panorama desolador, me permito adelantar la iniciativa (invocando un estudio más profundo) de impulsar una Convención Internacional de Arbitraje Electoral, sujeta (como la Corte Penal Internacional) a la adhesión voluntaria de los Estados miembros que así lo deseen, instrumento jurídico que posteriormente podría dar origen a una Corte Internacional de Justicia Electoral, bajo la égida de las Naciones Unidas, cuyos fallos serían definitivos e inapelables. Obviamente, la estructura de un órgano semejante tendría un brazo técnico, con modernos servicios informáticos que sirva de apoyo para el veredicto de los jueces. Evidentemente, como en otras instituciones de alcance universal, los países adherentes tendrán que ceder parte de su soberanía, en pro del beneficio de clarificar los entuertos y dar legitimidad a la decisión de su mandante: el soberano pueblo.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.