Se han intentado algunas defensas del mal. Para empezar, la defensa clásica, de los teólogos, que declara que el mal es negativo y que decir «el mal» es decir simplemente ausencia del bien; lo cual, para todo hombre sensible, es evidentemente falso. Un dolor físico cualquiera es tan vivido o más vivido que cualquier placer. La desdicha no es la ausencia de dicha, es algo positivo; cuando somos desdichados lo sentimos como una desdicha.
Hay un argumento, muy elegante pero muy falso, de Leibniz, para defender la existencia del mal. Imaginemos dos bibliotecas. La primera está hecha de mil ejemplares de la Eneida, que se supone un libro perfecto y que acaso lo es. La otra contiene mil libros de valor heterogéneo y uno de ellos es la Eneida. ¿Cuál de las dos es superior? Evidentemente, la segunda. Leibniz llega a la conclusión de que el mal es necesario para la variedad del mundo.
Otro ejemplo que suele tomarse es el de un cuadro, un cuadro hermoso, digamos de Rembrandt. En la tela hay lugares oscuros que pueden corresponder al mal. Leibniz parece olvidar, cuando toma el ejemplo de las telas o el de los libros, que una cosa es que haya malos libros en una biblioteca y otra es ser esos libros. Si nosotros somos alguno de esos libros estamos condenados al infierno.
No todos tienen el éxtasis —y no sé si siempre lo tuvo— de Kierkegaard, quien dijo que si había una sola alma en el infierno, necesaria para la variedad del mundo, y esa alma fuera la suya, cantaría desde el fondo del infierno la alabanza del Todopoderoso. No sé si es fácil sentirse así; no sé si después de algunos minutos de infierno Kierkegaard hubiera seguido pensando igual. Pero la idea, como ustedes ven, se refiere a un problema esencial, el de la existencia del mal, que los gnósticos y los cabalistas resuelven del mismo modo. Lo resuelven diciendo que el universo es obra de una Divinidad deficiente, cuya fracción de divinidad tiende a cero. Es decir, de un Dios que no es el Dios...
Jorge Luis Borges, La Cábala
en Siete noches
(1980)