A principios de 2009, ofrecí a todo el mundo un consejo tecnológico del que me he arrepentido desde entonces: les dije a todos que se unieran a Facebook. En realidad, eso es decir poco. No solo se lo dije a la gente. Exhorté a la gente. No solo me equivoqué sobre Facebook; lo entendí todo al revés. Si todos hubiéramos decidido abandonar Facebook en ese instante o en cualquier momento desde entonces, internet y quizás el mundo serían mejores lugares.
Me había enamorado de la utilidad de Facebook, de la magia de buscar a alguien y encontrar a esa persona exacta, algo que hoy suena poco impresionante pero que entonces era simplemente alucinante.
Durante la primera década del nuevo milenio, la industria tecnológica explotó con una serie de nuevos inventos. Además del auge de las redes sociales, la década de 2000 nos trajo sitios de contenido “generado por el usuario” como Flickr, YouTube y Reddit; potentes aplicaciones basadas en la nube como Gmail, Google Maps y, para los desarrolladores, Amazon Web Services; servicios de medios digitales como iTunes Store y el servicio de transmisión en continuo de Netflix; y, con el lanzamiento en 2007 del iPhone de Apple, el acceso generalizado a internet a través de los celulares con pantalla táctil.
Lo que no había tenido en cuenta era cómo interactuarían todas esas cosas nuevas entre sí, especialmente a medida que más personas se conectaran. En 2009, internet seguía siendo en su mayor parte estacionario: solo un tercio de los estadounidenses utilizaba el celular para conectarse. Eso hacía que hubiera un gran abismo entre lo que ocurría “en línea” y “sin conexión”. Sean cuales sean los horrores que rondan el ámbito digital, no podían zumbarte el bolsillo en cualquier lugar y en cualquier momento.
Por supuesto, habría sido imposible predecir los efectos de la presencia de internet en nuestras vidas. Pero al pedir que todo el mundo se metiera en Facebook, debería haber intentado adivinar mejor lo que podría salir mal si todos lo hiciéramos. ¿Cuáles serían las implicaciones para la privacidad si todos usáramos Facebook en nuestros teléfonos? ¿Cómo se desarrollaría en el mundo la capacidad de Facebook para unir a la gente? ¿Sería una ayuda mayor para los activistas de la libertad que luchan contra los gobiernos represivos o, por ejemplo, ayudaría a los estadounidenses agraviados a atacar su Capitolio? ¿Cuáles serían las implicaciones para la expresión y los medios de comunicación si esta única empresa se convirtiera en un centro de intercambio de información en el discurso global?
Son preguntas difíciles, algunas de ellas imposibles de responder ahora y mucho menos entonces. Pero al menos debería haber pensado en formularlas.
Mi artículo se publicó la semana anterior a la toma de posesión del primer presidente negro de Estados Unidos, cuya campaña había utilizado las redes sociales y otras innovaciones digitales de una forma nunca vista en una contienda presidencial. También estaba escribiendo en las profundidades de una recesión causada por el colapso del sistema financiero mundial, un colapso considerado, en buena medida, obra de Wall Street. Esa era la sensación que invadía los medios de comunicación y la política a finales de la década de 2000: Wall Street había arruinado el mundo. Silicon Valley podría arreglarlo.
Todavía estamos en medio de la toma de posesión digital de la vida real y probablemente solo sabremos cómo se desarrolla todo esto dentro de muchos años. Y puede que no importe ahora, de todos modos: las redes sociales están aquí para quedarse. Pero lo que me molesta es el poder inigualable que personas como Zuckerberg han adquirido con sus inventos. No parece en absoluto bueno para la sociedad —para la economía, para la política, para un sentido básico de la igualdad— que un puñado de empresas de $us 100.000 millones o incluso de $us 1 billón controlen porciones tan grandes de internet.
Este problema, el poder de los gigantes de la tecnología, se fomentó en el gobierno de Obama. Es un resultado directo del ambiente que describo: la sensación de que la gente de la tecnología sabía lo que estaba haciendo, que eran los buenos, que sus inventos iban a salvar el día. Los reguladores de Obama permitieron a Facebook comprar a sus mayores competidores —primero, Instagram; luego, WhatsApp— y no tomaron medidas contra su imprudencia con los datos privados de los usuarios. Los representantes de Google visitaron la Casa Blanca, en promedio, más de una vez a la semana durante gran parte de los dos mandatos de Obama, superando con creces las reuniones de este tipo con otras empresas.
Me gustaría poder decir que critiqué estas fusiones y la intimidad de la Casa Blanca de Obama con la tecnología, pero, como muchos otros en la prensa, no lo hice hasta muchos años después. A finales de la década de 2000 y principios de la década de 2010 fui demasiado tímido con respecto al creciente poder de las empresas tecnológicas; vi que ocurría, pero rara vez señalé sus peligros. Me arrepiento.
Farhad Manjoo es columnista de The New York Times.