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Alejandro Dumas
EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
TRES COMENSALES ADMIRADOS DE COMER JUNTOS
Al llegar la carroza ante la puerta primera de la Bastilla, se paró a intimación de un centinela, pero en
cuanto D'Artagnan hubo dicho dos palabras, levantóse la consigna y la carroza entró y tomó hacia el patio
del gobierno.
D'Artagnan, cuya mirada de lince lo veía todo, aun al través de los muros, exclamó de repente:
--¿Qué veo?
--¿Qué veis, amigo mío? --preguntó Athos con tranquilidad.
--Mirad allá abajo.
--¿En el patio?
--Sí, pronto.
--Veo una carroza; habrán traído algún desventurado preso como yo.
--Apostaría que es él, Athos.
--¿Quién?
--Aramis.
--¡Qué! ¿Aramis preso? No puede ser.
--Yo no os digo que esté preso, pues en la carroza no va nadie más.
--¿Qué hace aquí, pues?
--Conoce al gobernador Baisemeaux, --respondió D'Artagnan con socarronería: --llegamos a tiempo.
--¿Para qué?
--Para ver.
--Siento de veras este encuentro, --repuso Athos, --al verme, Aramis se sentirá contrariado, primera-
mente de verme, y luego de ser visto.
--Muy bien hablado.
--Por desgracia, cuando uno encuentra a alguien en la Bastilla, no hay modo de retroceder.
--Se me ocurre una idea, Athos, --repuso el mosquetero; -- hagamos por evitar la contrariedad de Ara-
mis.
--¿De qué manera?
--Haciendo lo que yo os diga, o más bien dejando que yo me explique a mi modo. No quiero recomenda-
ros que mintáis, pues os sería imposible.
--Entonces?...
--Yo mentiré por dos,, como gascón que soy.
Athos se sonrió.
Entretanto la carroza se detuvo al pie de la puerta del gobierno.
--¿De acuerdo? --preguntó D'Artagnan en voz queda,
Athos hizo una señal afirmativa con la cabeza, y, junto con D'Artagnan, echó escalera arriba.
--¿Por qué casualidad?... --dijo Aramis. --Eso iba yo a preguntaros,--interrumpió D'Artagnan.
--¿Acaso nos constituimos presos todos? --exclamó Aramis esforzándose en reírse.
--¡Je! eje! --exclamó el mosquetero, --la verdad es que las paredes huelen a prisión, que apesta. Señor
de Baisemeaux, supongo que no habéis olvidado que el otro día me convidasteis a comer.
--¡Yo! --exclamó el gobernador.
--¡Hombre! no parece sino que os toma de sorpresa. ¿Vos no lo recordáis?
Baisemeaux, miró a Aramis, que a su vez le miró también a él, y acabó por decir con tartamuda lengua:
--Es verdad... me alegro... pero... palabra... que no... ¡Maldita sea mi memoria!
--De eso tengo yo la culpa, --exclamó D'Artagnan haciendo que se enfadaba. --¿De qué?
--De acordarme por lo que se ve.
--No os formalicéis, capitán, --dijo Baisemeaux abalanzándose al gascón; --soy el hombre más des-
memoriado del reino. Sacadme de mi palomar, y no soy bueno para nada.
--Bueno, el caso es que ahora lo recordáis, ¿no es eso? --repuso D'Artagnan con la mayor impasibili-
dad.
--Sí, lo recuerdo,--respondió Baisemeaux titubeando.
--Fue en palacio donde me contasteis qué sé yo que cuentos de cuentas con los señores Louvieres y
Tremblay.
--Ya, ya. --Y respecto a las atenciones del señor de Herblay para con vos.
--¡Ah! --exclamó Aramis mirando de hito en hito al gobernador, --¿y vos decís que no tenéis memoria,
señor Baisemeaux?
--Sí, esto es, tenéis razón, --dijo el gobernador interrumpiendo a D'Artagnan, --os pido mil perdones.
Pero tened por entendido señor de D'Artagnan que, convidado o no, ahora y mañana, y siempre, sois el amo
de mi casa, como también lo son el señor de Herblay y el caballero que os acompaña.
--Esto ya lo daba yo por sobreentendido, --repuso D'Artagnan; --y como esta tarde nada tengo que
hacer en palacio, venía para catar vuestra comida, cuando por el camino me he encontrado con el señor
conde.
Athos asintió con la cabeza.
--Pues sí, el señor conde, que acababa de ver al rey, me ha entregado una orden que exige pronta ejecu-
ción; y como nos encontrábamos aquí cerca, he entrado para estrecharos la mano y presentaros al caballero,
de quien me hablasteis tan ventajosamente en palacio la noche misma en que...
Ya sé, ya sé. El caballero es el conde de La Fere, ¿no es verdad?
--El mismo.
--Bien llegado sea el señor conde, --dijo Baisemeaux.
--Se queda a comer con vosotros, --prosiguió D'Artagnan, -- mientras yo, voy adonde me llama el ser-
vicio. Y suspirando como Porthos pudiera haberlo hecho, añadió: --¡Oh vosotros, felices mortales!
--¡Qué! ¿os vais? --dijeron Aramis y Baisemeaux a una e impulsados por la alegría que les proporcio-
naba aquella sorpresa, y que no fue echada en saco roto por el gascón.
--En mi lugar os dejo un comensal noble y bueno.
--¡Cómo! --exclamó el gobernador, ¿os perdemos?
--Os pido una hora u hora y media. Estaré de vuelta a los postres.
--Os aguardaremos, --dijo Baisemeaux.
--Me disgustaríais.
--¿Volveréis? --preguntó Athos con acento de duda.
--Sí, --respondió D'Artagnan estrechando confidencialmente la mano a su amigo. Y en voz baja, aña-
dió: --Aguardadme, poned buena cara, y sobre todo no habléis más que de cosas triviales.
Baisemeaux condujo a D'Artagnan hasta la puerta. Aramis, decidido a sonsacar a Athos, le colmó de
halagos, pero Athos poseía en grado eminentísimo todas las virtudes. De exigirlo la necesidad, hubiera sido
el primer orador del mundo, pero también habría muerto sin articular una sílaba, de requerirlo las circuns-
tancias.
Los tres comensales se sentaron, a una mesa servida con el más substancial lujo gastronómico.
Baisemeaux fue el único que tragó de veras; Aramis picó todos los platos, Athos sólo comió sopa y una
porcioncilla de los entremeses. La conversación fue lo que debía ser entre hombres tan opuestos de carácter
y de proyectos.
Aramis no cesó de preguntarse por qué singular coincidencia se encontraba Athos en casa de Baise-
meaux, cuando D'Artagnan estaba ausente, y por qué estaba ausente D'Artagnan, y Athos se había quedado.
Athos sondeó hasta lo más hondo el pensamiento de Aramis, subterfugio e intriga viviente, y vio como
en un libro abierto que el prelado le ocupaba y preocupaba algún proyecto de importancia. Luego consideró
en su corazón, y se preguntó a su vez por qué D'Artagnan se saliera tan aprisa y por manera tan singular de
la Bastilla, dejando allí un preso tan mal introducido y peor inscrito en el registro.
Pero sigamos a D'Artagnan que, al subirse otra vez en su carroza, gritó al oído del cochero:
--¡A PALACIO Y A ESCAPE!
Lo que pasaba en el Louvre durante la cena de la Bastilla Saint-Aignán, por encargo del rey, había visto a La Valiére: pero por mucha que fuese su elocuencia, no
pudo persuadir a Luisa de que el rey tuviese un protector tan poderoso como eso, y de que no necesitaba de
persona alguna en el mundo cuando tenía de su parte al soberano.
En efecto, no bien hubo el confidente manifestado que estaba descubierto el famoso secreto, cuando Lui-
sa, deshecha en llanto, empezó a lamentarse y a dar muestras de un dolor que no le habría hecho mucha
gracia al rey si hubiese podido presenciar la escena.
Saint-Aignán, embajador, se lo contó todo al rey con todos su pelos y señales.
--Pero bien--repuso Luis cuando Saint-Aignán se hubo explicado, --¿qué ha resuelto Luisa? ¿La veré a
lo menos antes de cenar? ¿Vendrá o será menester que yo vaya a su cuarto?
--Me parece, Sire, que si deseáis verla, no solamente deberéis dar los primeros pasos, mas también reco-
rrer todo el camino.
--¡Nada para mí! ¡Ah! ¡muy hondas raíces tiene echadas en su corazón ese Bragelonne! --dijo el sobe-
rano.
--No puede ser eso que decís, Sire, porque --Sí, Sire, pero...
--¿Qué? --interrumpió con impaciencia el monarca.
--Pero advirtiéndome que, de no hacerlo yo, lo arrestaría vuestro capitán de guardias.
--¿No os dejaba en buen lugar desde el instante en que no os obligaba?
--Sí a mí, Sire, pero no a mi amigo.
--¿Por qué no?
--Es más claro que la luz, porque fuese arrestado por mí o por
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