El universo está cambiando y se está expandiendo a una velocidad estratosférica cada segundo que pasa (para quienes tienen curiosidad científica, gracias al telescopio Hubble, se estima que el ratio de expansión del universo es de 73 kilómetros por segundo por megaparsec).
Por principio, todo cambia. Y eso incluye todo constructo humano, como las relaciones sociales. La estabilidad es seductora y engañosa al mismo tiempo: nos hace creer que podemos predecir — por lo tanto controlar— lo que pasará en un futuro que nos imaginamos y que aún no ha ocurrido. Pero si podemos predecir que una experiencia se repita en el futuro, y esa “predicción” efectivamente se manifiesta, en realidad estamos viviendo en el pasado: repetimos nuestro pasado día tras día, lo cual nos mantiene en el mismo nivel que ayer. No hay crecimiento.
Desde el punto de vista emocional, la supuesta previsibilidad del futuro nos mantiene en una zona de seguridad, de familiaridad. Ni siquiera en una zona de confort. De hecho, incluso es frecuente que estemos tan familiarizados con una situación desagradable, que nos sintamos inseguros/as y amenazadas de solo pensar en una situación distinta y desconocida a nuestros sentidos. De ahí el dicho “más vale lo malo conocido…”
Apuesto a que usted ha completado la frase de arriba. Porque la ha escuchado tantas veces, que se ha vuelto un “mantra”. La repetición es la primera ley del aprendizaje. Y si a la repetición le sumamos una carga emocional, la red de conexiones neuronales que se refuerzan con cada repetición —cual si se tratara del ensanchamiento de supercarreteras cerebrales—, va generando señales que son recogidas por nuestros genes y nos preparan físicamente para tal experiencia. Por ejemplo, el miedo al cambio, producido por el mantra que mencioné arriba, nos puede indisponer físicamente si percibimos que un cambio —un futuro imprevisible— puede ser amenazador.
Adicionalmente, si la repetición y la carga emocional actúan regularmente, lo más seguro es que —también regularmente— percibamos con más facilidad situaciones o experiencias que refuerzan el prejuicio inicial y “más vale lo malo conocido…” se convierte en un axioma.
La “resistencia al cambio” —otro mantra— surge entonces como una profecía autocumplida en el entorno familiar, en la empresa y en la sociedad: a los padres les irrita la música de las hijas, pues según ellos carece de la armonía y el virtuosismo del heavy metal de mediados de los años 80; el nuevo paquete informático que automatiza el registro de ventas asusta al analista cuya única función es anotar las ventas en la hoja de Excel de la compañía; el reconocimiento de la ciudadanía plena de las mujeres va en contra de las certezas del modelo mental de los hombres proveedores y sienten amenazado su valor social y familiar; la presencia física de familias y grupos con un fenotipo más oscurito en la plaza que antaño era ocupada solo por las “familias bien” desbarata el estatus señorial de algunos individuos de clase media que no conciben que los subordinados de antaño hoy puedan tener el mismo nivel de consumo y acceso a la ciudad que ellos.
La resistencia al cambio se hace más virulenta cuando el mantra, la consigna repetida unida a la carga emocional se consolidan como la base de la identidad: mujeres en espacios de poder (tradicionalmente) masculinos generan inseguridades en los hombres que basan su identidad en una imaginaria investidura reservada exclusivamente para los chicos.
En la oficina, los “jóvenes innovadores” que vienen con la peregrina idea de la firma digital amenazan la vieja y confiable seguridad del papel impreso y la doble fotocopia del carnet de identidad, tan caras a los guardianes de la burocracia.
De la misma forma que las redes neuronales se refuerzan con prejuicios contrarios al cambio, la maravillosa cualidad de la neuroplasticidad —la propiedad de establecer nuevas conexiones neuronales, nuevas asociaciones emocionales y, por lo tanto, nuevas identidades— nos abre la puerta a un mundo de opciones invisible para la antigua identidad. En estos tiempos inciertos, vale el esfuerzo cuestionar si lo que creemos que somos es en realidad lo que queremos ser.
Posdata: El cambio de identidad para adaptarse a una realidad cambiante vale no solo para quienes ven amenazada su posición de poder, también vale para quienes quieren perpetuar una identidad victimista con el fin de forzar una discriminación positiva donde no toca.
Pablo Rossell Arce es economista.