Enheduanna es la señora del amor.
Safo tiene nombre de puta. Aspasia es la hetaira por excelencia. Hiparquia, la cínica. Y Sulpicia es poeta, todas las poetas. Por el libro El infinito en su junco: la invención de los libros en el mundo antiguo de Irene Vallejo pasan mujeres que escriben cuando las mujeres no escribían. Pasa la lectura como ritual, pasan historias de librerías, pasan libreros y ladrones de libros; viaja la memoria, el eros y la revolución. Todo se hace comestible con humor, ese ingrediente que nos diferencia de las bestias y de los fascistas.
En la página ciento y trece me detengo para sonreír. Irene Vallejo narra una anécdota sabrosa. En los años 70, la editora Ana María Moix almuerza en Barcelona con los capos del boom. ¿Te imaginas en un restaurante a Vargas Llosa, Gabo, Bryce Echenique, Donoso y Edwards? Parece el inicio de un chiste: van dos peruanos, dos chilenos y un colombiano a comer… Los seis se enfrascan en una charla tan amena que se olvidan de pedir. El boliche tiene la costumbre de recibir los platos por escrito en una comanda. El camarero, enojado por la tardanza, pregunta: “¿Es que nadie en esta mesa sabe escribir?”.
Vallejo cuenta la broma para poner de manifiesto que (casi) todos, hoy en día, leemos y escribimos. Hace unos siglos no era así. La escritura y la lectura eran un privilegio. Ahora es “natural”. Aunque solo escribamos listas de mercado o cosas que hay que meter en la maleta antes de un viaje largo. “Primero las cuentas, luego los cuentos” (Irene dixit). Las historias que ponemos en un papel o en una pantalla, reales o inventadas, son un refugio; esas verdades y esas ficciones nos salvan; son esas palabras que nos permiten sobrevivir al sinsentido. Son los libros de ayer que homenajea Vallejo con un estilo ágil, erudito y entretenido; son nuestros compinches para cancelar el tiempo, para que el dolor desaparezca por un rato.
Por eso, el libro nació preparado para el viaje y la aventura. Por eso, leemos en silencio, de manera mágica y misteriosa, como un hechizo. Aunque no fue siempre así. Ni lo es. En Cuba entré hace 25 años a una fábrica de puros habanos y los trabajadores escuchaban a una compañera —mientras liaban tabaco— leer en voz alta fragmentos de una novela. Era El siglo de las luces de Alejo Carpentier. “Que todos podamos amar el pasado es un hecho profundamente revolucionario”, dice Irene Vallejo.
Enheduanna es la señora del amor. Es considerada la “Shakespeare de la literatura sumeria”. Escribe himnos y cantos para su diosa favorita, Inanna, divinidad lunar del amor y de la guerra. Se mete en política y acaba en el exilio. ¿Cuántas Enheduannas conoces? “Safo —lo cuenta ella misma— era bajita, morena y poco atractiva”. Es otra mujer que escribe cuando las mujeres no escribían. Y menos poemas épicos y amorosos. Se suponía que para hacer el amor y la guerra estaban solo los hombres. A Safo por escribir poemas eróticos la acusaron de puta, de provocadora. Y eso que su falda no era corta. El papa Gregorio VII ordenó quemar todos sus libros por peligrosos. Aspasia es otra hetaira. De yapa, extranjera y rebelde, como Medea. Pericles rompe su matrimonio de linaje para irse con ella. A la primera no la quiere; a Aspasia, sí. Es lista, buena oradora y besa a su enamorado por las calles de Atenas. Otra inmoral. Aspasia también escribe los mejores discursos de Pericles; no por nada Sócrates la llama “maestra”. Hoy, sus textos se han perdido y sus frases son atribuidas a otros; hombres, por supuesto. ¿Cuántas Aspasias desconocemos?
Hiparquia de Maronea es otra transgresora, filósofa para más señas, de la escuela cínica. Lo deja todo para vivir en la calle con su amante Crates. Prefiere leer a pasar horas de horas en el telar. Tampoco pudo dejar nada escrito aunque los antiguos le dedicaron una biografía en sus diccionarios de filosofía, la única entrada con nombre de mujer. Serán otros quienes cuenten su historia.
Sulpicia es otra mujer notable, rica. Es de la “jai” de la Roma del emperador Augusto. Por su casa pasan tipos como Ovidio. Se da el lujo de escribir y solo seis poemas suyos han sobrevivido al olvido, atribuidos hasta hace poco a su tío Tibulo. Tiene un amor prohibido, Cerinto, un esclavo. De su amor clandestino solo quedan esas palabras, palabras que hace siglos eran dominio exclusivo de los hombres. Hay más mujeres valientes en el libro de Vallejo, mujeres como Cornelia o Julia Agripina, que se atrevieron a escribir, a leer en público, en la plaza, en el mercado, en el ágora. Si alguien lee en voz alta para ti es que desea tu placer, el mismo placer que regalaron al mundo estas cinco mujeres y este libro de Irene Vallejo.
Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique.