En el año transcurrido desde la invasión rusa a Ucrania se han sumado calamidades y pérdidas humanas, destrucción de viviendas y equipamientos urbanos, así como una emigración de más de cuatro millones de ucranianos hacia Polonia y otros países europeos. Para sorpresa de muchos, la ocupación de Ucrania por parte de las tropas rusas en febrero del año pasado no ha ocurrido con la rapidez prevista y, por el contrario, la resistencia de Ucrania se ha fortalecido con un formidable apoyo en armamentos y logística proporcionados por los Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y otros países de la OTAN, lo que se ha traducido en cientos de miles de soldados rusos fallecidos en territorio ucraniano.
La responsabilidad de todo esto recae sin lugar a dudas en Putin y sus pretensiones explícitas de borrar a Ucrania del mapa. Pero tampoco se puede olvidar en esta evaluación que los países de la alianza occidental encabezada por los Estados Unidos incumplieron los compromisos de que la OTAN no avanzaría hasta la frontera rusa.
En cuanto al futuro, nada hace pensar que ya esté próximo el momento para que se suspenda el fuego y se pase a las negociaciones diplomáticas. No van en esa dirección ni el reciente discurso de Putin ni las visitas de Biden a Kiev y Varsovia. Pero al mismo tiempo conviene tomar en cuenta el anuncio de China sobre una iniciativa que está prevista para estos días, la cual podría abrir un resquicio para mediaciones internacionales de algunos países, estimulados a su turno por importantes movilizaciones ciudadanas en varios países europeos. Todo hace pensar que el primer objetivo de estos esfuerzos consiste en evitar el uso de armas nucleares por parte de Rusia. En efecto, la entrega a lo largo del año de armamento de tipo ofensivo cada vez más potente a Ucrania, ha traído consigo nuevas amenazas de escalamiento nuclear por parte de Putin.
Dos conclusiones se pueden plantear provisionalmente. En primer lugar, la invasión de Ucrania ha generado una situación que afecta en términos de su seguridad a los países de Europa central y del Báltico y a la propia Unión Europea, y en términos de abastecimiento energético y de alimentos a países asiáticos y africanos. Ha tenido también importantes repercusiones inflacionarias sobre la economía internacional a partir del alza de los precios del petróleo y del gas, así como de los alimentos y los fertilizantes. Por último, ha ocasionado una desviación enorme de recursos hacia las industrias de armamentos en todos sus eslabones y componentes con el consiguiente aumento de los beneficios privados correspondientes.
En segundo lugar, está ocurriendo un reacomodo de las alianzas y los agrupamientos de países que no están motivados por razones políticas e ideológicas como fue el caso de la Guerra Fría entre 1946 y 1991. No hay visos de que se configuren dos bloques con sus respectivas potencias que lideran amplias zonas de influencia de composición rígida.
Los escenarios del orden geopolítico internacional a mediano plazo son mucho más complejos e inestables de lo que fueron durante la Guerra Fría, y es posible prever en consecuencia que durante varias décadas habrá un orden internacional fragmentado en varios niveles y agendas temáticas, acompañado de una aceleración de la revolución tecnológica con múltiples repercusiones sobre la producción y el empleo, así como una reorganización de las cadenas de suministros, en particular en lo que se refiere a los insumos para los microprocesadores de alta potencia.
No veo probable una reforma efectiva del sistema multilateral de las Naciones Unidas a mediano plazo, salvedad quizás de una mayor atención para los temas globales del cambio climático y de las migraciones.
América Latina tiene que defender ciertamente sus intereses en los escenarios internacionales, pero requiere actuar con una sola voz.
Horst Grebe es economista.