El visitante, el cuarto largometraje de Martín Boulocq, arranca con un plano fijo, como lo hacía Eugenia (2018); es una marca de la casa. El personaje principal sube una cuesta; va a tener que trepar toda la película. Y nosotros, con él. Un padre (exalcohólico) sale de la cárcel y quiere comenzar una nueva vida. Lo primero (y único) que desea es recuperar a su hija en manos de su “familia” de pastores evangélicos uruguayos.
La cámara de Boulocq es un personaje más (otra marca de la casa). El cineasta cochabambino la coloca siempre a una respetuosa distancia, salpicada de escasos/primeros planos. El gran personaje es el silencio, los silencios. Fruto de un guion trabajado con el escritor (también cochala) Rodrigo Tico Hasbún, el ascetismo de los diálogos llega para ahondar en una estética particular. Pero lo que no dicen las palabras, lo dice la música. El título de esta crítica suena en los créditos finales en una cumbia cristiana sutilmente premonitoria.
Boulocq eligió primero una voz; esa voz (como instrumento) es la del protagonista, Humberto (Lobito para los cuates); es “el que se gana la vida cantando a los muertitos”. Humberto, cantante de velorios, es el tenor Enrique Aráoz, un actor no profesional (marca de la casa) nacido para hacer el cine de Boulocq/Hasbún. Aráoz —de un parecido con Pavarotti que asusta— compone un personaje convincente, capaz de transmitir todo con sus miradas y sus arias sobrecogedoras.
Aráoz es un “girasol”; resucitará como lo hicieron las flores amarillas en el cortometraje de Boulocq Los girasoles (2015). El Lobo experimenta un viaje interior (otra marca de la casa); atraviesa un bosque inmenso y oscuro hasta llegar a su renacimiento. Y con él, nosotros.
“Los árboles son verdes, la tierra es verde, nosotros somos verdes”. El Lobo quiere que las cosas sean de otro color. Boulocq le deja hacer y no se deja tentar por un final pesimista aunque no tire cohetes como en el happy end de cocina/harina de Los viejos (2011).
Lo que no cambian son las metáforas del universo fílmico del cochabambino: el árbol como conexión a los ancestros, el agua (que me recuerda a su obra de 2007 Estudios sobre movimiento), el viento en forma de turbinas eólicas en medio de la nada. La paleta de color (esta vez saturada en luces y sombras barrocas) es producto del esmerado laburo fotográfico del uruguayo Germán Nocella y la dirección de arte de Andrea Camponovo.
El visitante llega con un perdedor entrañable; uno de esos que tanto nos ha regalado la historia del cine boliviano. Lobito la pelea, Lobito no agacha la cabeza (como le aconseja su abogado de quinta), Lobito apenas habla; Lobito trabaja en silencio, recompone con ternura de hombre grandote la relación rota con la hija; se salva.
El visitante es una película sobre la paternidad, sobre las madres ausentes (la salud mental es otro tema que sobrevuela). Y por supuesto es una obra sobre el rol de las iglesias protestantes en nuestros barrios y comunidades (las imploraciones/rezos se hacen en castellano y quechua en una táctica calculada). El visitante es un ataque perspicaz a la línea de la flotación de la hipocresía religiosa/evangélica, sección “iglesias” cristianas neopentecostales (¡qué nombrecitos, válgame dios!). El verdadero demonio (“el que se mueve por el mundo haciendo que la gente haga cosas feas”) es el antihéroe, el pastor, interpretado por el uruguayo César Troncoso, digno representante de la cantera rioplatense. Te van a excomulgar, Martín.
La película está salpicada de rituales y de guiños cinéfilos a la obra de Boulocq: el que más me gusta es ese auto clásico del cuate que me hace recuerdo al viejo Volkswagen del 69 de la “opera prima” de Martín, Lo más bonito y mis mejores años (2005). La dirección de actores (otra marca de la casa) logra que los diálogos no suenen impostados; brillan las charlas a cargo de la dupla Rodrigo Troy Lizárraga y Juan Pablo Milán, actores fetiche recuperados. Y el papel interpretado por la joven Svet Mena (en el rol de Aleida, la hija/niña madura) sorprende por su naturalidad innata.
Boulocq retrata las dos Cochabambas: la jailona de los condominios privados y la popular sobre las laderas; es una Cochabamba desde las alturas, de noche, alejada de las postales turísticas. Es un grito silencioso con ese clasismo que rima siempre con racismo. Boulocq ha regresado por la puerta grande, llega a su cuarto “largo” en plena madurez creativa, alejado de modas, fiel a sí mismo, despojado de lo autobiográfico; emocionando con historias universales. Su estilo intimista/poético gira en esta ocasión a un cine (aún más) político, ideológico y contestatario; siempre anti-autoritario. Es una voz diáfana en medio de tanto ruido y confusión. Y eso es de agradecer.
Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique.