En 2018, el Reino Unido nombró a su primera “ministra contra la soledad”. De inmediato, los funcionarios de salud pública alabaron la idea. En las últimas décadas, los investigadores han descubierto que, si no se trata, la soledad no solo es dolorosa, sino que también puede tener graves consecuencias médicas. Los estudios epidemiológicos han vinculado la soledad y el aislamiento social con las cardiopatías, el cáncer, la depresión, la diabetes y el suicidio. Vivek Murthy, quien fue la máxima autoridad sanitaria de Estados Unidos, ha escrito que la soledad y el aislamiento social están “asociados con una reducción de la expectativa de vida similar a la causada por fumar 15 cigarrillos al día e incluso mayor a la que se asocia con la obesidad”.
¿Será verdad que la soledad es, como muchos especialistas y funcionarios advierten, una creciente “epidemia de salud”? No lo creo y tampoco considero que describirla así pueda ayudar a nadie. La falta de conexión social es una cuestión seria, pero si creamos pánico sobre su prevalencia e impacto, es menos probable que lidiemos con ella de manera adecuada.
La ansiedad sobre la soledad es una característica común de las sociedades modernas. En la actualidad, parece que existen dos causas principales de soledad. Una es que las sociedades de todo el mundo han adoptado una cultura de individualismo. Hoy existen muchas más personas que viven solas y envejecen en soledad. Las políticas sociales neoliberales han convertido a los trabajadores en precarios agentes libres, y cuando el trabajo desaparece, todo se derrumba rápidamente. Los sindicatos, las asociaciones civiles, las organizaciones vecinales, los grupos religiosos y otras fuentes tradicionales de solidaridad social están en constante declive. La otra causa posible es el ascenso de la tecnología de la comunicación que incluye a los teléfonos móviles, las redes sociales y el internet.
Ante estas dos tendencias, es fácil creer que estamos experimentando una “epidemia” de soledad y aislamiento. Sorprendentemente, los mejores datos disponibles no muestran picos drásticos ni en soledad ni en aislamiento social.
La evidencia principal para el aumento del aislamiento proviene de un artículo de una revista de sociología al que se le ha hecho mucha referencia y que sostiene que, en 2004, uno de cada cuatro estadounidenses no tenía a nadie en su vida en quien sintiera que podía confiar, en contraste con uno de cada diez durante la década de los ochenta. No obstante, resulta que ese estudio está basado en datos incorrectos y otras investigaciones muestran que la proporción de estadounidenses sin alguien de confianza es aproximadamente la misma desde hace mucho tiempo. Aunque uno de los autores se desligó del artículo (declaró que ya no es confiable), los estudiosos, periodistas y encargados de las políticas mejora citándolo.
En particular, exagerar el problema puede dificultar que nos enfoquemos en las personas que necesitan más ayuda. Cuando el Reino Unido anunció su nuevo ministerio, los funcionarios insistieron en que todos, jóvenes o viejos, están en riesgo de estar solos. No obstante, las investigaciones señalan algo más específico. En países como Estados Unidos y el Reino Unido, son los pobres, los desempleados, los desplazados y las poblaciones migrantes que sufren más por soledad y aislamiento. Su vida es inestable, al igual que sus relaciones. Cuando se sienten solos, son los menos capaces de conseguir apoyo médico o social.
No creo que estemos viviendo una epidemia de soledad, pero sí que millones de personas sufren por la falta de conexión social. Ya sea que cuenten o no con un ministerio para la soledad, merecen más atención y ayuda de las que les ofrecemos hoy en día.
Eric Klinenberg es columnista de The New York Times.