Tal vez no haya semejanza de un país que durante décadas ostentara el nefasto título de campeón mundial de los asesinatos, las pandillas y la extorsión y que, en poco tiempo, bajaran los homicidios a menos de un dígito por cada 100.000 habitantes. De esa magnitud o trascendencia es lo que ocurre en El Salvador.
En 1994 tenía 9.135 asesinatos, una tasa de 138,2 por cada 100.000 habitantes, mientras en 2015 era de 103, todavía la más alta del mundo. Con las políticas de seguridad de Nayib Bukele, la tasa de homicidios bajó a 18,2 en 2021 y a 7,8 en 2022, convirtiéndose en uno de los países más seguros de América Latina, al menos temporalmente, y su presidente en el más popular de la historia salvadoreña.
Los interrogantes y cuestionamientos, sin embargo, no han dado tregua. Algunos son de naturaleza política, como que su estrategia anticrimen está anidada en los esfuerzos por concentrar el poder, que el combate a la corrupción parece no tener prioridad o que lo que hace es una espectacularización de la política.
En algunas otras objeciones, el Gobierno sí tiene que esforzarse por responder y elevar sus estándares, pues podrían terminar por deslegitimarlo. Entre ellas están las muertes bajo custodia en las cárceles, torturas, detenciones arbitrarias de inocentes, procesos judiciales plagados de irregularidades, persecución a la prensa, así como la coerción a la independencia judicial. No basta con esgrimir que “qué hizo la CIDH en los últimos 30 años, cuando las pandillas estaban masacrando a nuestro pueblo”. Pero las organizaciones internacionales tampoco pueden convertirse en palos en la rueda, menos aún, terminar del lado de los delincuentes, o como instrumento de contradictores políticos.
Partir de la base de que El Salvador es una democracia plena para cuestionar el modelo de seguridad de Buleke puede ser un error. El Gobierno apenas intenta reanimar una sociedad fragmentada, sitiada por los criminales, en la que buena parte del poder judicial ha estado a su servicio. Como señalaron Hugo Frühling y Joseph Tulchin, en Crimen y violencia en América Latina, no siempre está claro cuál debe ser la respuesta apropiada para aliviar la inseguridad ciudadana, máxime en un sistema de elecciones periódicas.
Tampoco las recomendaciones deben ser las de cruzarse de brazos o aplicar fracasadas recetas del pasado, pues sería ignorar a esa inmensa mayoría de salvadoreños que han comenzado a vivir un momento de paz y libertad y que lo agradecen profundamente.
Algunas preguntas que entonces sería pertinente formularse son: ¿qué tan sostenible es la política de seguridad de El Salvador?, y si ¿su modelo es exportable a otros países agobiados por la criminalidad?
En el primer caso, el presidente Bukele tiene un muy difícil equilibrio por delante. De perder gobernabilidad o desaprovechar la coyuntura para acelerar el crecimiento económico y las oportunidades laborales, correría el riesgo de que los grupos criminales puedan reagruparse y contraatacar, o que los expandilleros se vean atrapados en un nuevo ciclo de marginación y violencia.
La consolidación de la democracia y el Estado de derecho es sí o sí otro imperativo. Es la única forma en que la corrupción no deslegitime sus esfuerzos, y de facilitar que otros tomen la posta de la seguridad sin que el presidente asuma excesivos riesgos personales una vez entregue el poder.
En cuanto a lo segundo, la política de seguridad de El Salvador difícilmente pudiera ser exportable, tanto por el tamaño del país como porque allí existe una singularidad irrepetible y es el haber identificado con plenitud los 76.000 pandilleros que tenían que someter.
Aunque el modelo no sea plenamente transferible a países agobiados por la criminalidad, sí hay elementos que pueden inspirar. Allí cabe resaltar el liderazgo y la mano firme para recuperar la paz y la tranquilidad, los grandes operativos de captura y la urgencia de construir megacárceles y no meros centros recreacionales para los delincuentes.
John Mario González es analista político e internacional.