“No hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdidumbre y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores”. Así hablaba José María Arguedas de su país. Hoy Perú es el país de la falsa paz. En la Plaza de Armas de Cusco, seis personas están detrás de una pancarta tan amarilla como chillona. “Cusqueños voluntarios contra la dictadura”. Piden el cierre del Congreso golpista; la renuncia y cárcel para la presidenta Dina Boluarte; el adelanto de las elecciones, una Asamblea Constituyente Plurinacional para una nueva Constitución; y la libertad de Pedro Castillo por su inconstitucional e ilegal prisión. Gritan “democracia sí, dictadura no”.
Hablo con dos de ellos. Son Alexander Canal Ugarte y Atipaq Víctor Saune. Confiesan que son pocos los que salen a protestar después de cuatro masacres y 70 muertos. Y se comparan con las madres y abuelas de Plaza de Mayo. Ellas también eran pocas. A ellas también les decían “locas” y “comunistas”, como insultos. El pueblo está con una ira contenida, calla en un silencio atronador.
En la página 199 del informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA leo el testimonio de una madre. Su hija recibió el impacto de una bala en el ojo durante las protestas en Ayacucho: “La trasladaron a una clínica especializada donde sufrimos discriminación por parte de las enfermeras, las cuales nos trataron como apestosas y cochinas debido a nuestra forma de hablar y vestir. Denuncié los hechos pero nadie hizo caso. Un doctor nos dijo que no entendía por qué la habían trasladado allí; que ese hospital era para gente con dinero”. Es el Perú resumido en un párrafo.
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“Si un provinciano ha caído / con su aliento bocarriba, / muerto de esperanza viva / sobre el suelo en que ha nacido. / Si el río baja rendido / a sus pies desde la cima / y el viento recio le intima / una caricia ancestral; / a ese hermano mortal / ¿no vas a llorarle, Lima?” (Omar Camino, poeta peruano, del poemario Todo lo llevo en el canto).
En la librería Inkari de la calle Choquechaka del barrio de San Blas veo un libro que me llama. Es Familia, exclusión y racismo de la peruanidad: la tía Eliana, de María Cristina Alcalde. El libro arranca con una historia que contó el Nobel en La tía Julia y el escribidor (1977) y luego en El pez en el agua (1993). Eliana es una chica de clase bien que se casa con un chino en los años 40. La familia la borra del árbol genealógico por tremenda afrenta. Sus fotos desaparecen de los álbumes y de las charlas de domingo. Nadie va a su entierro. No te casarás con el otro, dice el mandamiento racista. La historia de Eliana me hace recuerdo a Severa, la bisabuela olvidada de la familia Ovando, rescatada ahora en el documental El disco de piedra.
En el restaurante Chicha de Gastón Acurio hay cola para entrar. Han puesto unas sillas en el pasillo del balcón colonial. Desde adentro hay una vista linda a la plaza Regocijo. En la carta de vinos/champagnes, la botella de Dom Perignon Blanc Brut sale por 1.899 soles ($us 520). Un churrasco de lomo al matacuy cocinado a la sartén en salsa de licor andino con pimienta rosada, molle y papas fritas batalla caseras cuesta 65 soles ($us 18).
“Hay peruanos que viven preocupados porque no saben si mañana podrán comer”, leo al día siguiente en la revista dominical del periódico La República. Lo dice Carolina Trivelli, investigadora del Instituto de Estudios Peruanos. Solo siete de cada 100 peruanos han podido mantener su consumo alimentario tras la pandemia y la crisis (con una inflación del 15%). Es el Perú de las ollas comunes y la desnutrición infantil.
“Había una vez un país en el que nadie se hacía cargo / la misión de los congresistas era malograr lo que funcionaba / la de los ministros, lavarse las manos / la de la Policía, meter bala / la de la prensa, silbar./ No había presidenta. / Un día todo explotó. / Fue inesperado, dijeron” (Pablo Ignacio Chacón, escritor peruano).
La patria de Arguedas y de Heraud es una gran paradoja. Es un país rico/diverso; produce y exporta alimentos a medio mundo; es un destino gastronómico mundial. Las comidas de las caseras callejeras son una auténtica delicia (desde un ceviche servido en la playa de Barranco hasta un rocoto relleno cusqueño). Pero ese mismo país pasa/tiene hambre: siete millones de peruanos y peruanas, según la FAO, no comen durante un día o más.
¿Cuándo explotará este silencio en gritos furiosos? ¿Cuándo se saciará la sed de justicia? Perú es color y calor, odio y amor. Es una “patria hermosa, como una espada en el aire”, susurra Heraud. Es “esperanza inédita”, responde Arguedas. Es un país roto.
(*) Ricardo Bajo es un pinche periodista