Stalin va a la ópera. Se imagina a sí mismo como un mecenas y un conocedor, incluso como un musicólogo. Y ya saben el chiste sobre los musicólogos, aplicable por supuesto a críticos y reseñadores: un profesor nos invita a pensar que estamos comiendo unos ricos huevos revueltos. Entonces llega un tipo que no ha cocinado los huevos ni los está comiendo, pero habla de ellos como si no tuvieran secretos para él. Eso es un musicólogo o un crítico. Pero volvamos, Stalin va a la ópera. Es el 26 de enero de 1936 y acude al Bolshói de Moscú para escuchar Lady Macbeth de Mtsensk, la primera ópera clásica soviética de Dmitri Shostakóvich, uno de los principales compositores del siglo XX, un bolchevique sin partido.
El camarada Stalin no va solo, tras fumarse un Herzegovina Flor (su marca de tabaco exclusiva) observa escondido detrás de una cortina, acompañado en el palco oficial por los camaradas Mólotov, Mikoyán y Zhdánov. Dos días después, en el editorial en tapa del mismísimo Pravda, la ópera de Shostakóvich es destrozada y totalmente prohibida bajo el demoledor título “Bulla en vez de música”. El camarada Stalin no es un crítico cualquiera opinando sobre huevos ajenos. Su reseña es una declaración política del más alto nivel, irrebatible, valga la redundancia, la Biblia, en dos palabras.
A Shostakóvich entonces le aconsejan dos cosas que cumple a rajatabla: disculparse públicamente abjurando de su error, un insensato desliz pasional de juventud, y dedicarse en cuerpo y mente a la sagrada música folklórica de la Unión Soviética, que como todos sabemos es la mejor del mundo, después de la boliviana, por supuesto. Eso le ayudaría a encaminar su obra hacia lo popular y auténtico, alejado de formalismos retóricos y cosmopolitas, esas enfermedades infantiles del imperio.
En la URSS de Stalin había dos tipos de músicos: los que estaban vivos y asustados, y los que estaban muertos. Shostakóvich aguantó (demasiado) hasta los 69 años y murió en 1975; así que clasifica entre los primeros, aunque nunca supo vivir con el miedo. Si llegó a ver otra vez sobre los escenarios su ópera prohibida fue gracias a su cobardía y a un culto sagrado por la ironía.
El novelista inglés, candidato eterno al Nobel, Julian Barnes ha publicado este mayo su nueva novela El ruido del tiempo, una obra sobre la relación del arte con el poder a través de la historia de un cobarde valiente. Barnes, con sus habituales dosis de humor inglés y su maestría narrativa, perdona la vida a Dmitri Dmítrievich Shostakóvich quizás porque la ópera salvó la suya tras la muerte reciente de su compañera.
Shosti, como lo llamaban los cuates, era un gran aficionado al fútbol (hincha del Zenit de su ciudad natal, Leningrado, y no del Dínamo, como Barnes asegura), pero no era de los que gritaba y puteaba; él, fiel a su timidez, tomaba notas en silencio de la habilidad de un jugador o de su inutilidad. Seguía al equipo en sus viajes siempre que podía: amaba estar entre la hinchada enloquecida, ver al Zenit por la tele era para él como beber agua en vez de vodka Stolichnaya.
Barnes cree que para ser un cobarde toda la vida (y callar mientras matan a tus compañeros) hace falta obstinación, perseverancia, una negativa a cambiar. Ser un héroe un rato es para cualquiera: sacas la pistola, pones la bomba y listo. Pero para ser un cobarde a tiempo completo, la ironía debe ser tu compañera eterna. Ella te deja respirar, te defiende el ego, atenúa el pesimismo, te deja vivir refugiado en el salvador folklore. Pero la ironía tiene sus límites, no puedes ser un torturador irónico o un infiltrado del aparato público irónicamente. Es sumamente vulnerable, extraña y peligrosa. Te puede hacer caer en el destructivo sarcasmo, y entonces la ironía pierde su alma. Shostakóvich, el más grande músico soviético, fue condenado a lo peor: a sobrevivir y sucumbir al desencanto. Al permitirle vivir, lo mataron, la última ironía irrefutable de un experto en afilar las garras con el alma, de un cobarde lleno de valentía, de un amante de los goles hermosos apuntados en silencio en su libreta de pentagramas.