Nunca me he olvidado de cuando, siendo yo adolescente, vi a mi madre leyendo y subrayando Inteligencia emocional, el famoso libro de Daniel Goleman. La imagen me conmocionó por varias razones. La primera fue el propio concepto de inteligencia emocional, que era algo de lo que jamás había oído hablar. Ahora la psicología se ha popularizado y sabemos que la inteligencia no es algo que tenga que ver solo con el intelecto, pero antes esto no resultaba tan obvio. Para las generaciones que venían de una España mayormente analfabeta, así como de una guerra y una posguerra en las que la prioridad era la supervivencia, la introspección se consideraba una pérdida de tiempo y la psicología no existía. Se carecía de herramientas para bregar con las propias emociones, y a eso se sumaba la falta de costumbre a la hora de nombrar lo que sucedía por dentro, lo cual, por otra parte, siempre ha sido una tarea bien difícil. Con 14 o 15 años, yo todavía tenía un pie en aquel mundo en el que hablar de la propia psique rozaba el tabú, y por eso sentí un enorme pudor cuando vi a mi madre con aquel libro. Tuve la impresión de haberla sorprendido haciendo algo que de ninguna manera debía ver: enfrentarse a su mundo interior. A la oscuridad.
Podría seguir esta tribuna a golpe de claves psicológicas más o menos ciertas, como que la adolescente que yo era se estaba adivinando a sí misma a través de su madre y de ahí tanta revulsión, puesto que no hay nada que observemos fuera que no esté dentro de nosotros y etcétera. Manejamos esta clase de tips como antaño los refranes: para orientarnos. Los hemos incorporado al sentido común e incluso diría que estamos en el extremo contrario de la situación que acabo de referir. En tan solo unas décadas, hemos pasado de la nada al todo y, como los hipocondríacos, podemos emplear muchas horas de nuestra vida analizándonos obsesivamente para ver si este o aquel comportamiento, tic o manera de comunicarnos esconde algún tipo de trastorno. Ni siquiera hay que ir ya al psicólogo: el doctor Google es también psicoterapeuta, y de todas las escuelas. ¿Tu autoestima es baja? ¿Tienes unos padres tóxicos? ¿Cuál es tu tipo de apego? ¿Tu novio es un perverso narcisista? Abundan los artículos, los videos, los test. Sin duda toda esta información es útil y a más de uno le habrá servido para pedir ayuda o salir corriendo de alguna situación terrorífica, pero no hay que perder de vista que lo que estamos explorando es la propia subjetividad, donde todo conocimiento se convierte en un condicionante que puede llegar a trastornarnos, a magnificar los dolores y los traumas, o a sacar conclusiones erróneas.
El resultado de este clima es paradójico e inquietante: una sociedad ofuscada con el éxito y el bienestar que al mismo tiempo, devorada por el ombliguismo, la abundancia y la obsesión por la seguridad, es cada vez más vulnerable y está menos preparada para lograr unas metas que ni son fáciles de alcanzar ni contemplan ningún horizonte común. Caminamos alegremente hacia el abismo embargados de consignas empoderadoras, ansiolíticos y recetas fáciles para la superación personal. ¿Se acuerdan de la novela de Aldous Huxley, Un mundo feliz, donde la felicidad y la eliminación permanente del dolor se consiguen solo a base de drogas, deporte, tecnología y programación conductual? ¿Y de esa otra de H.G. Wells, La máquina del tiempo, donde un científico viaja al futuro y, en vez de con una civilización maravillosa y desarrollada, se topa con un mundo dividido en dos, los hedonistas y los seres del subsuelo, siendo los primeros unas criaturas sin inteligencia, pensamiento ni fuerza física que viven aterrorizados por los habitantes de las tinieblas, que se los comen? Las distopías, claro está, no son reales, pero sí marcan tendencias, y de esas dos andamos cerca.
(*) Elvira Navarro es escritora y columnista de The New York Times