La primera vez que vi a Chávez en imagen de cuerpo entero fue durante el Festival de Cine que se celebra anualmente en Biarrritz (1996), cuando mi amigo el cineasta Carlos Aspurea presentó Amaneció de golpe, un recuento acerca del épico alzamiento del 14 de febrero de 1992 del entonces teniente coronel Hugo Chávez Frías contra el presidente en funciones Carlos Andrés Pérez. A sus 33 años, Chávez quizá deseaba emular el bautizo de fuego de Fidel Castro, ocurrido en el cuartel Moncada cuatro años antes.
Entonces, tenía marcada curiosidad por conocer a Chávez, quien además prestaba religioso culto al libertador Bolívar, fundador de Bolivia (1825), mi país de origen. Por esa razón al rendirle la mano en el Hotel Monasterio de Cusco, donde se celebraba la XVII Cumbre del Grupo de Rio (23 de mayo de 2003), me sorprendió que replicara con un apretado abrazo. Pleno de fraternidad bolivariana, como manifestara con sincera espontaneidad. Era la personalidad de Chávez, caluroso en el contacto humano con los de arriba y, mayormente con los de abajo. Mediana estatura, abultado en carnes, mulato en sus facciones faciales, mirada escurridiza, labios carnosos y ademanes ligeramente simiescos. Podía mantener sin apuro una charla insustancial, condimentada de adjetivos superlativos que dejaban seducido al interlocutor, comprometiendo su simpatía o cuando menos dejando un buen recuerdo. Atendiendo el interés del presidente boliviano, traté de organizar una reunión bilateral con Chávez pero, ante el fastidio de Sánchez de Lozada, Chávez solo apareció dos horas más tarde de lo concertado y, en breve diálogo, el único punto de la agenda fue Evo Morales, mostrando un apoyo encubierto para su aliado del Sur. El 26 de junio de 2003, en otra cumbre saludé y conversamos nuevamente en Río Negro (Colombia) y finalmente en la Cumbre Iberoamerica realizada en Santa Cruz (noviembre de 2003), donde Chávez reclamó por la salida al mar para Bolivia, con tanto fervor como cuando otro venezolano Carlos Andrés Pérez, regaló un barco a la Armada boliviana. Todo ello para registrar que desde Rómulo Betancourt, conocí, frecuenté y traté a todos los presidentes venezolanos, hasta hoy. Confío que esa aproximación me dotará de cierta objetividad para revisar y comparar los juicios emitidos por Virginia Contreras, en su libro Chávez de frente y de perfil, que en cientos de páginas nos regala docenas de episodios secretos y otros discretos que solo una personalidad como ella posee y ahora los pone a disposición del público desde el pináculo de excepción: testigo y actriz de la vida, pasión y muerte de Chávez. Privilegiado sitial como jurista notable, primero jueza en lo penal y luego abogada de Chávez. Sus escritos me admiran por su memoria privilegiada, diestra en rememorar a los dramatis personae implicados en los cuarteles y a los impasibles burócratas típicos en los regímenes penitenciarios latinoamericanos. Su visión y revisión de Chávez nos acercan como nunca al hombre providencial, con sus luces y sombras, por eso vale. No se asemeja a otras hagiografías o libros por encargo. Es el Chávez de carne y hueso a quien Virginia Contreras retrata como abogada, jueza, amiga y también como su representante diplomática ante la OEA. En todos aquellos ángulos muestra y demuestra su vasta preparación académica y el talento para desempeñar con idoneidad las tareas que se le han encomendado y, cuando llega el momento de criticar y autocriticar, toma la tinta y ésta fluye con la fácil pluma de la verdad.
Seguramente los venezolanos hallaran en esas hojas muchos detalles hasta hoy ignorados, son los que hacen la “pequeña historia” y no cometeremos la imprudencia de revelarlos.
Éxito editorial para Virginia y curiosidad satisfecha para los bolivarianos.