El documental sobre Sebastián Moro termina con un poema de Roberto Bolaño. Es Autorretrato a los 20 años. El colega Moro tenía cuarenta cuando lo mataron. Fue en las calles de Sopocachi en aquella primera noche del golpe de Estado de 2019, aquel sábado. “Está linda la noche”, dijo. Y salió a caminar. Estaba confiado. “No pasa nada en este barrio concheto”.
Moro no sabía que iba a poner su “mejilla junto a la mejilla de la muerte”. No sabía que iba a escuchar ese “sonido terrible, nacido en el aire y el mar”. Sabía eso sí que la noche le pertenecía a la muerte y sus escuadrones.
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Tenía pensado volver a su Mendoza natal a finales de aquel mes, tras laburar para el semanario Prensa Rural y Radio Comunidad, ambos de la “Única” (Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia). La muerte lo agarró de golpe, a golpes. Y cambió sus planes. Nadie sabe todavía lo que pasó. Es un asesinato impune (más). Los que lo torturaron y mataron caminan tranquilos hoy por las calles del barrio. Un terrorista menos. Solo sabemos que había cacería de periodistas, que había listas negras, listas de muerte, que todos éramos terroristas.
Sebastián Moro, el caminante, sobrecogedora obra de María Laura Cali, es una película que conmueve, entristece y da coraje. Conmueve escuchar los audios que Moro envía a su familia sobre ese “odio que está en marcha”, sobre ese “clima de guerra”, sobre los bloqueos en la puerta de su casa (“pasaré escupiendo sin que se den cuenta”). Conmueve oír a la sobrina hablar del tío, de sus enseñanzas a la distancia, de las mil palabras nuevas que aprendió, de sus dudas sobre la militancia y la realidad, el deseo y el periodismo.
Entristece porque da bronca —aún hoy— volver a pasar por el corazón aquellos días que trajeron luto y masacre. Duele, todavía duele, ver las caras del fascismo/racismo campando impunemente por las calles, respirando odio. ¿Cómo me reconcilio con estos sentimientos de náusea?
Y da coraje porque escuchamos a Raquel Rocchietti, una madre que no se cansa de pedir justicia, que dará mil vueltas, millones, a mil plazas, millones de plazas de este mundo y el otro hasta lograr saber la verdad.
“Soñé, cuaderno, que la memoria está llena de olvido”. Así escribía Sebastián Moro, el periodista que quería ser escritor/poeta. Agotado/desengañado por la precarización del oficio, por la explotación laboral, por las desilusiones de la politiquería de todos los días, creía que existían otras formas de llegar, otras formas de escribir, de plasmar las luchas de todos los días.
Admirador de Soriano, Arlt y Gelman, escribe poesía. Sabe que la literatura salva y el periodismo condena. Escribe para analizarse/sanarse, para conocer lo que le hace daño y fatiga. “¿Por qué este horror? / en la página de nosotros mismos / tu cuerpo escribe” (Juan Gelman, La rueda). ¿Cuántos poemas no escritos se llevaron los que arrebataron la posibilidad de futuro para Sebastián Moro? ¿Cuántas tardes de juego y risas con sus sobrinas quedaron pendientes?
Sebi, como le dicen todavía hoy sus seres/amigos queridos, pasea por el Montículo de Sopocachi, cerca de su casa. No es una sombra. “Quiero vivir bien de una puta vez en mi vida”. Ese vivir bien que buscamos todos, lejos a veces de los lugares que nos vieron nacer. Ese vivir mejor que trajo a Moro —periodista del pueblo— hasta La Paz, su última morada para ver con sus propios ojos la última guerra.
Sebastián Moro, el caminante eriza la piel (a cuatro años del golpe), porque todos sabemos que Moro pudimos ser cualquiera de nosotros. Es una historia de dolor pero también de esperanza a través de la voz del propio Sebastián. Esa esperanza cantada por los pájaros minutos antes de amanecer cuanto más oscura está la noche. Es un ejercicio de memoria para que no nos quiten más la voz.
Dice la madre —en el “avant-premiere” de la película en la Cinemateca Boliviana— que su hijo ya ha transcendido; que su espíritu de batalla se quedó en Bolivia junto a “un pueblo que resiste y resistirá” (Moro dixit); que su ajayu sobrevolará la ciudad en esa cabina amarilla de teleférico que pasaba por su casa mientras dormía; que su hijo es más que su mera existencia.
Moro ha transfigurado en el poeta, en todos los poetas: “Y me fue imposible cerrar los ojos y no ver / aquel espectáculo extraño, lento y extraño / aunque empotrado en una realidad velocísima: miles de muchachos como yo, lampiños o barbudos pero latinoamericanos todos, juntando sus mejillas con la muerte” (Bolaño). Noche, pesadilla, saña, las estrellas. Sebi es una estrella. Es madrugada mientras escribo esto, miro por la ventana del mismo barrio. Tienes razón, Sebastián Moro: está linda la noche.
(*) Ricardo Bajo es un pinche periodista