En mis clases universitarias en Paris, en el marco de la enseñanza de relaciones internacionales, para explicar con el ejemplo el alcance del “soft power” (poder blando) en el ejercicio de las vinculaciones diplomáticas, ningún otro caso más emblemático que Qatar, aquel pequeño enclave de 11.586 kilómetros cuadrados de desierto árido bordeado de playas y dunas colgadas sobre el golfo Pérsico que limita enteramente con Arabia Saudita, su poderoso vecino. Con una población de 2. 2 millones de habitantes, de los cuales únicamente 300.000 son nativos, su ingreso per cápita esta calculado en 83.900 dólares (contra por ejemplo 44.400 en Francia). Su poderoso emir es Tamin ben Hammad Al Thani que a sus 44 años dirige la diminuta potencia, fuerte de su fortuna personal estimada en 2.500 millones de dólares (Forbes). Su gobierno ha tenido la habilidad de invertir sagazmente los réditos de su riqueza petrolera (alrededor de 475 billones de dólares) en rubros que le retroalimentan en influencia política, cultivo de su imagen en el mundo y mas que todo convertirse en mediador imprescindible en los conflictos que sacuden la paz y la seguridad interestatales. Muy criticado por no siempre observar escrúpulos morales, parece importarle mas obtener sus objetivos, sin detenerse en la calidad de los medios que emplea en esos afanes. Qatar, generoso en coimas, provocó la caída de aquella italiana, vicepresidenta del Parlamento Europeo, a quien las autoridades belgas le confiscaron varias maletas con dinero en efectivo. Igualmente, logró ser la sede del campeonato mundial de futbol (2022) seduciendo a los barones de la FIFA y hace dos semanas el senador americano Robert Menéndez, conocido por corifeo de Qatar, fue convocado judicialmente para explicar el origen de algunas dadivas detrás de ciertas actuaciones congresales. Pero. entre las acciones que ayudaron a Qatar a transformar su riqueza petrolera en poder político alrededor del planeta, está haber acogido en su seno, la base militar estadounidense que controla el perímetro de los países del Golfo Pérsico, montar una línea aérea de alcance global, poseer el famoso elenco futbolero “Paris Saint Germain”, alimentar la red televisiva Al-Jazeera que propala en árabe y en inglés los puntos de vista qatarís sobre la actualidad mundial. Todos esos elementos juntos reposan en un singular logro de soft power que sin un solo disparo convierte a Qatar en un mediador único e inefable en la solución de conflictos que, de otra manera, no tuvieran otra opción que la lucha armada. Valiosa contribución a las potencias occidentales a quienes ofrece puentes imprescindibles para la negociación de paz o simples arreglos de modus vivendi para el cese de hostilidades. Tales fueron y son los casos de enfrentamientos de terceros con Irán, Rusia o con entidades no-estatales como HAMAS, Hezbolla en Líbano o los talibanes en Afganistán.
Indudablemente, esa ductilidad diplomática despierta celos y suspicacias en sus vecinos igualmente ricos pero carentes de visión o apetito geopolítico. Así es como en 2017, la coalición adversa conformada por Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Bahrain y Egipto rompieron lazos con Qatar acusándolo de favorecer al extremismo islámico, llegando los saudíes al extremo de cortar el acceso marítimo del tramo que lo une a la península: es decir, un bloqueo aparentemente letal que luego se resolvió.
Y, ahora, en la guerra que libra Israel contra HAMAS en la franja de Gaza, tanto los judíos, como sus aliados occidentales acuden presurosos a Doha, en procura de la sagacidad qatarí para llegar a acuerdos que liberen a los rehenes aún en poder de HAMAS, para abrir vías de tránsito de suministro de alimentos y combustible para la asediada población de Gaza o simplemente medicinas para los cautivos.
De esta manera, Qatar juega en la liga mayor de las grandes potencias, inflando su imagen de amigable componedor en enredos asimétricos.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia